Nuestras ganas de bailar

Para terminar mis vacaciones que me llevaron a postergar el análisis de los aspectos político, económico y sociales de actualidad, dedicaré la columna de hoy a rememorar la pasión ancestral de los salteños:

Opinión 30/11/2020

baikas

Bailar, pegados o sueltos; lento o lanzados al frenesí del rock and roll; en carpas o salones; en casas de familia o en boîtes; en casamientos o cumpleaños, en fiestas de egresados o cuando celebrábamos el día del abogado.

Había lugares discretos y lugares pensados para personas que no tenían porque esconderse para salir a las pistas con su pareja formal u ocasional.

Compruebo, hablando con las nuevas generaciones, que ya no se lleva aquello de ir a los bailes enmascarado o, si se trataba de damas, cubierto su rostro con una capucha que imitaba la cara estilizada de un gato.

Disfrazarse de gato era, para muchas, la única manera de enfiestarse con la posibilidad de tomar la iniciativa y seleccionar la pareja de su preferencia sin esperar que este o esta se dignara a invitarla a bailar.

La mujer, liberada a través de este recurso oblicuo, solía divertirse martirizando al compañero de baile dándole pistas falsas acerca de su identidad. La regla mandaba que, antes de que el locutor anunciara el fin de la fiesta, los y las encapuchadas revelaran su identidad. Pero esta regla era incumplida por quienes preferían mantener el incógnito por unas semanas más, o por toda la eternidad. 

Como casi todas y todos los de mi generación, mi primer baile fue un cumpleaños de quince de la vecina más linda del barrio. De allí pasé a los “asaltos” en casas de compañeras del Colegio Nacional, en donde invariablemente llevaba un botella chica de coñac tres plumas, y me atiborraba de esos aburridos bocadillos de galletas Criollitas untadas con picadillo de carne.

En un ambiente provinciano y nacionalista como aquel, la música era argentina o mexicana: Luis Aguilé, Billy Cafaro, Palito Ortega, Mario Clavel, el trio Los Panchos, Rosamel Araya o Miguel Aceves Mejía. 

Pero ese mundo estrecho explotó con la llegada de dos emisarios de Belcebú: Elvis Presley y Sandro de América. Hubo que echarse a nadar y aprender a mover el cuerpo de otro modo aunque con intenciones similares y tácitas.

Unos pocos grupetes formados por chicas y chicos audaces, dejaron atrás los “asaltos” domésticos (siempre sometidos al escrutinio de las tías solteras y mayores que velaban por las buenas costumbres) e invadieron las emergentes boîtes, conocidas luego como discotecas.

Hubo que vencer la aureola de prohibido que flotaba alrededor de los primeros locales bailables sin luces (caso de la Boîte del Cerro) y descubrir los encantos de las nuevas ofertas que, como en el caso de confiterías y restaurantes, segmentaba al público.

Las parejas en trance de amores que, se esperaba, concluyeran en matrimonio, tenía que elegir entre El Aeroclub (donde rompiendo las reglas del buen gusto podían las parejas comer milanesas con ajo y perejil) o Polichinela donde no se admitía a gente mal vestida. 

Los obligados al anonimato tenían a mano El Salón Verde (cerca del Cementerio, y a cuyo duelo recuerdo paseándose por la pista, silbando y distribuyendo vasos de Old Smugler con hielo) o Ego (en Tres Cerritos, propiedad de don Enrique).  Hasta que apareció Mao-Mao al pie del cerro San Bernardo que habilitó el mestizaje gracias a un sistema muy discreto de luces negras y linternas que sólo enfocaban los sillones, el dinero y nunca los rostros.

Pero la verdadera revolución ocurrió con la inauguración de la Boîte del Autódromo, muy retirada del centro, y en donde la casa era muy tolerante con exaltaciones o con los desenfrenos típicos alentados por las letras de Anderle, la música Sandro y los de Fuego, y el ritmo de los Wua-Wuan-Co.

La segmentación social funcionada también en Carnaval. Mientras las elegancias recalaban en Gimnasia y Tiro, los sectores medios se sentían a gusto en los salones de la Sociedad Española. Existían lugares muy económicos y democráticos en donde las muestras de mal gusto pasaban desapercibidas: Recuerdo las carpas de Marcos Thames en Cerrillos, El Patito, Lalo Musa y el bailongo del Club Anzoátegui.

El caso es que dentro y fuera del Carnaval, incluso en las fiestas patrias o de guardar, los salteños teníamos siempre a mano un local bailable. 

Los disc jockey profesionales aparecieron a comienzos de los años 70, si mi memoria no me falla. Antes, la selección de discos (78 o 45 rpm) corría a cargo del mozo más leído o de la esposa o novia del dueño del local. 

Algunos lugares contaban con un locutor que presentaba la música y animaba a bailar procurando que nadie planchara. El mas conocido y exitoso de todos fue Frangollo que alegró hasta su muerte los bailes más locos del carnaval salteño.

Muchas gracias y hasta la semana que viene

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