La timba que nos arrastra
El gobierno de Javier Milei repite las recetas de endeudamiento que antes criticaba: más deuda externa, ajuste sobre el sector privado y una economía convertida en timba electoral.
¿Se conmovió? Claro que se conmovió: por la plata que entra en la cuenta corriente. No por los niños, ni por los nietos, ni por la patria. Se conmovió porque eso significa más billete para sus amigos. Y eso, para algunos, es toda la política.
Lo vimos —o mejor dicho, lo escuchamos—: gestos equivocados, traducciones espontáneas, decisiones tomadas como quien cambia de canal. "Bueno, ya está", parece decirse, "dos minutos y listo". Así, entre apuros y malentendidos, se negocia el destino de millones.
Aún hoy hay quien cree que esto es una cuestión de formaciones partidarias: "¿Escribís en favor o en contra? ¿Sos esto, sos lo otro?". Le contesto: no soy político. No soy ni "kirchnerista" ni antikirchnerista; soy un periodista que mira la realidad del país. Además, pertenezco al Partido Federal —si a alguien le interesa— y, no, no me alcanza para financiar amigos.
Pero no hacía falta mi voz ayer. Ya había quien, desde la representación pública cuando era diputado, lo había dicho con claridad y sin eufemismos: este acuerdo es cuestionable técnicamente y reprobable moralmente. Deuda que hoy se firma es impuesto que pagarán nuestros hijos y nietos. También aquellos que no han nacido: la ruina fiscal como herencia obligatoria.
¿A qué hemos llegado? A que la generación presente celebra una fiesta mientras descarga la cuenta en los bolsillos de los que vendrán. Eso no es una discusión técnica: es inmoral. Y cuando un acuerdo obliga a ajustar con más fuerza al sector privado para sostener la joda política, estamos ante una decisión perversa: se castiga a los que trabajan para sostener los privilegios de quienes deciden.
Lo que vemos en la arena internacional lo refleja todo localmente: un grupo que viaja a buscar más plata, que pide a otro "loco" que le dé recursos. Todos encajados en la lógica de la timba: mantener artificialmente el precio del dólar para conseguir algún escaño más, lograr una pequeña victoria electoral, jugar a la ruleta hacia el próximo calendario político. No se trata de ganar la presidencia; se trata de instrumentalizar la economía para ganar votos.
¿Y la responsabilidad? ¿Quién la pone? Mientras tanto, los diputados y senadores flaquean, la justicia mira de reojo y los ciudadanos, muchas veces, se resignan. ¿No habrá nadie que detenga este desastre?
Recuerdo las palabras de quienes, en aquel tiempo, pedían rechazo: "La deuda son impuestos futuros", repetían. No era retórica: era advertencia. Y hoy la advertencia suena como profecía siembra de ruinas.
Que alguien le diga a este gobierno que gobernar no es una timba. Que gobernar significa cuidar el patrimonio público, proteger el esfuerzo de los que producen y no hipotecar el futuro por una promesa electoral. No es un juego de disfraces: no alcanza con peinarse mejor o cambiar la foto. La sustancia debe ser la misma que algunos pregonaron cuando denunciaban la deuda y el descalabro.
A quien hoy se muestra distinto le pregunto: ¿dónde quedó tu propia voz? ¿Dónde está aquel que defendía al país con énfasis moral y técnico? Porque si se cambió la moral, entonces no es una transformación: es un maquillaje.
No estamos frente a una grieta retórica. Esto excede etiquetas. Estamos ante la acción deliberada de aventureros que juegan a lo grande con el destino de un país. Aventureros que convierten la economía en casino y la convierten en un tablero para sus ganancias.
Si la política se reduce a la timba, Argentina pierde. Si la política encuentra, otra vez, sentido común, escrúpulos y responsabilidad, todavía tendremos chance. La pregunta es si hay políticos, jueces y ciudadanos con la fuerza suficiente para frenar la música y apagar la ruleta.
No se trata de nostalgia por palabras bonitas del pasado. Se trata de poner el freno antes de que la caída sea irreversible. Porque el abismo no es una metáfora: puede ser una realidad que nos cueste décadas recomponer.
Esto no es un llamado a la resignación ni a la bronca inútil: es un acto de urgencia moral. Si seguimos transformando decisiones públicas en apuestas privadas, el país se habrá perdido entre fichas.
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