La nueva cárcel de El Salvador

Una ilusión punitivista

Opinión08/03/2023 Miguel Antonio Medina

columnas (38)

A fines del mes de enero, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, inauguró el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), construida en poico tiempo en un valle situado en Tecoluca, a unos 74km al sureste de la capital. Presentada como la cárcel más grande de América, tiene capacidad para alojar unas 40.000 personas. Ese número supera al de la cárcel más grande de Estados Unidos, la de Rikers, en Nueva York, y a la de Marmara, en Turquía.

            El nuevo establecimiento ocupa 23 hectáreas de construcción. El edificio de ocho pabellones está rodeado por un muro de concreto de 11 metros de altura y más de dos km de largo; está protegido por alambres electrificados.

            En su interior, las camas de los reclusos son de metal, sin colchones. Los detenidos no tienen visitas, íntimas ni de otra clase, y deben pagar por su comida unos ciento setenta dólares por mes. El lugar no tiene patios, ni lugares de recreación. Se considera imposible la evasión.

            A fines de febrero, ingresaron los primero dos mil detenidos, acusados de ser pandilleros, lo que no fue una casualidad. Sucede que poco tiempo antes, el señor Bukele ya controlaba el Parlamento e hizo destituir a los jueces de la Corte de Justicia del país y al Procurador General. A ello siguió una ley que obligó a jubilarse a los jueces sexagenarios. Luego, logró que el mismo Parlamento votara una ley de excepción, que con el alegado propósito de combatir al terrorismo, ha suprimido en los hechos ciertas garantías constitucionales, tales como el debido proceso regular y legal, el derecho a designar un abogado defensor y a que pueda presenciar las declaraciones de sus clientes, el derecho a conocer en forma previa a toda declaración, cuál es el hecho atribuido y las pruebas existentes en su contra; la obligación de presentar al detenido antes un juez dentro de las setenta y dos horas posteriores a ella; además, se autoriza intervenir los teléfonos sin orden judicial. Durante el año pasado, cada mes, el Parlamento prorrogó diez veces la norma de excepción.

            En cuanto a esta nueva cárcel, la oposición salvadoreña afirma que para hacerla en tan poco tiempo, el Parlamento sancionó una ley que permitió eludir ciertos controles previstos para las obras públicas.

            Desde que esta ley se aplicó por primera vez, hay numerosas denuncias de personas que fueron detenidas solo por tener tatuajes y aspecto de delincuente. O bien, por detenciones arbitrarias.

            Todo esto son los efectos, porque para conocer las causas, se debe saber que antes de empezar el mandato del señor Bukele, ya estaban en curo investigaciones de fiscales federales de los Estados Unidos en contra de funcionarios de El Salvador de pactar con líderes de las maras, ese singular grupo criminal del país y de otros países vecinos. En especial, los pactos se habrían hecho con el MS-13, uno de esos grupos, con el objetivo declarado de reducir los asesinatos públicos. A cambio, se otorgaban mayores beneficios a los presos, se liberaba a algunos líderes y sobre todo, se aseguraba que no habría extradiciones a los Estados Unidos.

            A todo ello se agrega que, antes de este nuevo intento de mano dura del señor Bukele, en su país ya hubo otros presidentes que lo intentaron, sin éxito: Francisco Flores, entre 1999 y 2004; y Antonio Saca, entre 2004 y 2009.

            Esos intentos, y éste de ahora, comienzan con el anuncio de la drástica reducción de los asesinatos. En este gobierno de Bukele, se dice que esos delitos, en el año 2022, fueron un 57% menos que en el año 2021.

            Todo esto fue el contexto de la nueva cárcel, porque ya antes de ella el país tenía unos sesenta mil detenidos en sus cárceles comunes. Esto nos permite hacer algunas comparaciones, por ejemplo, entre El Salvador y la Provincia de Buenos Aires.

            En el año 2018, El Salvador tenía 6.518.500 habitantes y unos 40.000 detenidos. Según el último censo del  año 2022, la Provincia de Buenos Aires tiene 17.569.053 habitantes y 51.983 detenidos. El Servicio Penitenciario bonaerense tiene cincuenta y dos cárceles, cuatro de alcaldías penitenciarias y nueve alcaldías departamentales.

            Es decir que en El Salvador, hay demasiados presos para un país pequeño. En la Provincia de Buenos Aires, también, si se tiene en cuenta que esos penales fueron pensados para albergar poco más de treinta mil detenidos.

            En el contexto de violencia e inseguridad que se vive en toda Latinoamérica, desde México hasta el más profundo sur, ya hay quienes dicen que el plan de Bukele es de exportación. Son los mismos que reclaman mano dura contra el delito, más penas, menos beneficios de leyes penales; son los mismos que envían mensaje de aliento para que la población tenga armas de fuego en su poder para defenderse; los mismos que piden la pena de muerte y la intervención de las Fuerzas Armadas en la represión de delitos comunes, tarea para la cual no fueron creadas ni preparadas.

            Es la larga marcha de la ilusión punitivista. Según sus mentores, la cárcel y la represión policial por el motivo que fuera, son la mejor respuesta para el delito y los delincuentes. No importa que no se respeten garantías constitucionales, como sucede en El Salvador. Basta de jueces y fiscales benévolos con los delincuentes, proclaman. Basta de garantismo para los criminales e indiferencia para las víctimas, etc.

            Es probable que quienes piensen así no se admita que la cárcel no resuelve el grave problema de la inseguridad. Más bien lo complica a corto plazo, porque las cárceles se inauguran vacías y rápidamente se pueblan con internos. Afuera, todo sigue más o menos igual.

            Lo cierto es que el problema de la inseguridad es tan difícil de enfrentar y resolver, que supera con creces la sola construcción de cárceles, más grandes o más chicas. No hay chances de intentarlo siquiera sin un gran acuerdo en una sola política pública de seguridad, que se mantenga en el tiempo. Hay medidas de rápido diseño y ejecución; otras que tomarán años y las más difíciles, varios períodos presidenciales.

            De mi parte, sigo creyendo que alguna vez, más temprano que tarde, habrá un grupo de dirigentes de nuestro país dotados de conocimientos, de patriotismo y con amplitud política, que acuerden con otros una verdadera Política Criminal de alcance nacional, provincial e interprovincial. Una vez logrado ese acuerdo, habrá que avanzar en la primera respuesta contra el delito, que debe ser contra los ya cometidos. Impunidad cero.

            A lo ello seguirá el acuerdo para combatir las causas del delito, que no son las cárceles,  grandes o chicas. Son motivos que llevan a delinquir. Será el momento de diseñar planes de ejecución inmediata, de mediano y largo plazo para trabajar en serio sobre las redes de contención del delito: familia, escuelas, educación, futuro asociado a la educación. Y sobre sus causas.

            A la par, bien podría hacerse un plan de prevención del delito en las ciudades más grandes, en las más chicas, en el ámbito rural. A la vez, habría ideas para dar respuestas a la violencia en todas sus formas, en especial, la que se ejerce sobre las mujeres y los niños.

            Habrá quienes elijan trabajar sobre la desigualdad, la pobreza, la marginalidad y la exclusión social. Pero todos deberán asumir cono una realidad inevitable que no hay manera de lograr que el delito desaparezca. El delito es como una sombra del hombre y lo seguirá mientras viva en este planeta.

            Lo que sí se puede y se debe hacer, es mantenerlo bajo control, a lo largo y a lo ancho del país. Es una tarea que debe empezar un día de estos y permanecer en el tiempo.

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