
La de hoy es una fecha de trascendencia mundial. Se celebra el Día Internacional de los Trabajadores, jornada que el movimiento obrero ha utilizado, desde su origen, para realizar diferentes reivindicaciones sociales y laborales.
El abogado, asesor jurídico y docente, Luis Caro Figueroa, publicó una durísima columna contra la Jueza Diez Berrantes por el fallo contra Mario Ernesto Peña tras una demanda de la Intenta Bettina Romero.
Opinión04/04/2022En el portal Iriuya.com, el abogado, reconocido asesor jurídico y docente de derecho, Luis Caro Figueroa, publicó una durísima columna opinando sobre el fallo de la justicia en contra del director de Aries, Mario Ernesto Peña.
A continuación la columna completa del Dr. Luis Caro Figueroa.
Como ya es de casi todos conocido, la señora Diez Barrantes ha resuelto intimar al señor Peña a que se abstenga de ejercer actos de violencia simbólica y mediática que afecten «la dignidad como mujer» de la señora Romero, bajo apercibimiento de incurrir en un delito de desobediencia judicial.
Tengo que decir que la resolución de la señora Diez Barrantes me ha dejado una muy pobre impresión; no tanto por el modo en que ha resuelto el fondo del asunto, sino más bien por su deficiente motivación, por la construcción alambicada de sus argumentos y por su elevada carga de voluntarismo legal y dogmatismo jurídico.
Cualquier persona con un poco de experiencia podría advertir que los fundamentos de la resolución (que, se supone, deben ser razonamientos jurídicos) no pasan de ser un catálogo de opiniones muy variadas (ninguna de la señora Diez Barrantes) y al mismo tiempo muy superficiales; un desordenado collage diseñado para darle una cierta apariencia de seriedad a la idea de que el honor de las mujeres encuentra una adecuada y expeditiva protección a través de los mecanismos procesales previstos para la violencia de género.
He de decir que, después de leer la resolución, ha quedado bastante claro que la única jueza de «la dignidad como mujer de la señora Romero» es la propia señora Romero; es ella -su arbitraria subjetividad- la que decidirá en el futuro qué cosa afecta a su dignidad y qué no; lo cual nos aboca a un escenario de profunda e injustificada desigualdad, que es precisa y paradójicamente esa patología social que las normas sobre la violencia de género muy razonablemente pretenden erradicar.
En pequeños detalles se advierte la inconsistencia de un escrito. Por ejemplo, al aludir a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer como Convención de "Belem do Pará". El entrecomillado es absurdo, pues o se coloca entre comillas todo el nombre ("Convención de Belém do Pará") con la tilde en Belém, o no se utilizan las comillas en absoluto, ya que Belém do Pará es el nombre de una ciudad, no una denominación de fantasía.
Por supuesto, resulta llamativo que la jueza Diez Barrantes considere la existencia de una dignidad específicamente femenina, diferente a la dignidad de los seres humanos. Es decir, se protege a la dignidad de la señora Romero, no como ser humano, sino como mujer.
Si a las mujeres que se dedican de forma activa a la política, que ejercen cargos públicos de cierta importancia y que adoptan todos los días decisiones que afectan de diferente forma la vida de sus conciudadanos, les fuera permitido defender su honra (su derecho a hacerlo es indiscutible) tanto por la vía civil ordinaria como a través de los mecanismos de lucha contra la violencia de género, está bastante claro que «igualdad con los hombres» (como aspiración) se convertiría en todo lo contrario; es decir, en un dispositivo para instaurar la más peligrosa de las desigualdades. Ni a la señora Romero, ni a su abogada defensora, ni a la jueza Diez Barrantes les ha importado nada la creación de este riesgo.
Un riesgo por lo demás notable, pues es sabido que frente a un ataque a su honor, un político varón solo tiene a su alcance la protección del derecho común, mientras que una política mujer (que además ejerce un cargo público) tiene, además de la protección que le proporcionan las leyes civiles y penales, la extraordinaria (o no tan extraordinaria) de las normas específicas de la violencia de género.
Para más inri, habría que recordar que la señora Romero ha ejercido contra el señor Peña las dos vías. No se ha cortado un pelo a la hora de adoptar una decisión en tal sentido.
El problema más grave no es sin embargo esta duplicidad procesal, sino el hecho de que la persona que ha solicitado la tutela judicial en ambas ventanillas no es precisamente una mujer indefensa, sino una con mando en plaza; alguien que con el poder que acumula y con el que ejerce (que son diferentes) puede tranquilamente resistir la violencia de que pueda ser objeto e, incluso, responder a la misma con un poder ofensivo que sus ocasionales atacantes no poseen ni pueden alcanzar.
Cualquiera puede darse cuenta también que la señora Romero -además de su cargo- tiene acceso a mecanismos ofensivos «simbólicos» y «mediáticos», en las mismas condiciones que el señor Peña, o aun en mejores condiciones.
Por tanto, lo que hay que preguntarse en este caso es si resulta razonable en estas circunstancias tan particulares extender la protección por violencia de género a la censura política.
El esfuerzo dialéctico de la señora Diez Barrantes, en la medida que pretende acercarnos a esta necesaria racionalidad, resulta un fracaso rotundo, pues nos nos aleja de ella y nos sitúa en un escenario de fantasía en el que la autopercepción de la propia dignidad «de género» puede desencadenar (o no) un proceso penal.
La jueza se ha inventado un concepto jurídico antes desconocido: el honor de género, que supone nada menos que esa cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo (que llamamos honor) es diferente -o al menos requiere una protección diferente, más o menos intensa,- según se trate de hombres o de mujeres.
Esto -si me permiten decirlo- no es justicia sino una forma de confundir la realidad con los propios deseos.
EXPRESIONES E INTENCIONES
La señora Diez Barrantes ha efectuado un detallado repaso de las expresiones utilizadas por el señor Peña para referirse a la intendenta Romero; pero tengo que decir que aunque muchas de esas palabras son hirientes (muchas innecesarias) y con un alto potencial descalificador, no he encontrado ninguna expresión injuriosa.
Ningún juez de la República puede juzgar las intenciones de una persona cuando de lo que se trata es de criticar a políticos varones y a políticas mujeres.
El ejercicio de la política (y más todavía de un cargo público) trae aparejado el sometimiento a la crítica descarnada, sea de los ciudadanos, sea de los periodistas (que también son ciudadanos). Aun cuando el señor Peña hubiera tenido la peor de las intenciones al criticar a la señora Romero, sus intenciones no son (no pueden haber sido) diferentes a la de cualquier político opositor. En los sistemas democráticos, como el que teóricamente vivimos en Salta, desgastar a los gobiernos, dirigiéndoles críticas justas o injustas, forma parte de lo políticamente permitido.
Si estuviera prohibido criticar a los gobernantes, ridiculizarlos o dirigirles frases hirientes, con independencia de su sexo, nuestro régimen político no sería una democracia sino más bien una dictadura personalista. Y yo creo que en el fondo este es el sentimiento de la señora Romero, lo que mejor sintoniza con su forma de pensar y su forma de actuar.
EL CASO QUE ENFRENTÓ A IRENE MONTERO CON FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS
Hace poco menos de un año, el Tribunal Supremo español terminó absolviendo al experimentado periodista Federico Jiménez Losantos y al medio Libertad Digital de la demanda de protección del derecho al honor que interpuso contra ellos la actual ministra de Igualdad del Gobierno, señora Irene Montero.
Al comparar los dos casos (el de la dupla Romero-Peña y el caso español) lo primero que me llama la atención es que, siendo la señora Montero ministra de Igualdad y una destacada activista del feminismo vernáculo, a ella no se le ocurrió caracterizar los ataques verbales de Jiménez Losantos como violencia de género, ni reclamó de los tribunales de justicia especializados una tutela especial.
Lo segundo es que los términos empleados por el periodista español apenas dejan dudas de que el tratamiento del señor Peña hacia la señora Romero ha sido, por decirlo de algún modo, bastante más suave, y se podría decir que hasta comedido, piense lo que piense al respecto de la señora Diez Barrantes.
Según consta en aquel expediente, la ministra de Igualdad demandó al periodista por haberla llamado, entre otros muchos calificativos, «analfabeta funcional», «ignoranta», «matona de facultad», «novia del amo», «fatua», «engreída», «tiorra», «escrachadora», «zote» o «pobre mujer».
Repasemos algunos párrafos de los que Jiménez Losantos dedicó a Montero:
“El espectáculo que dieron de indigencia intelectual, de cobardía moral, de estupidez patológica, de vocación totalitaria, de memez, de memez conceptual y congénita”.
“Esta matoncilla, esta escrachera de facultad, esta chica que nunca debió aprobar el C.O.U., porque es una matoncilla de C.O.U.”.
“Analfabeta funcional igual que su novio, no sabe que la moción de censura es contra un Gobierno, nunca contra un partido…, pero ¿qué van a saber?, ¿qué van a saber? Si son unos analfabetos, de hecho, sólo unos analfabetos, se pone a querer darle clases de citas a Albert Rivera… ¿Le molesta que digan que tiene novio?, hija, si no tuvieras novio, ¿dónde estarías? ¿Dónde estarías? Su única fuerza, y repito, a ver Irenita, Ana Botella, su única fuerza proviene de ser esposa de su marido, y la tuya ¿de dónde viene? Pues tú sabes perfectamente y lo sabemos todos. A qué te haces ahora la víctima, pero si has ido de verdugo, bueno, tú, de verduga…”.
LO QUE HA DICHO EL TRIBUNAL SUPREMO
El máximo tribunal de justicia español ha concedido mayor prevalencia al derecho a la libertad de expresión de Jiménez Losantos -especialmente tratándose de la crítica a una política relativa a cómo ejerce sus funciones- y ha recordado a Montero que la libertad de expresión ampara no sólo las informaciones o ideas que se reciben favorablemente sino también las que “ofenden, hieren o molestan, pues así lo exigen el pluralismo, la tolerancia y la mentalidad amplia, sin los cuales no hay sociedad democrática”.
Antes que el Supremo, la Audiencia Provincial de Madrid, que revocó una sentencia de primera instancia que había dado la razón a la ministra, ya dijo que tales apelativos «no son simples términos de contenido afrentoso –insultos descarnados- dirigidos sólo a desacreditar a la demandante ante la opinión pública sino, por el contrario, encierran una intención de crítica relacionada con su actividad política».
Los jueces han interpretado que «los términos 'matona' y 'tiorra' (este último, más chocante, para el que el demandado dio una explicación histórica por su uso en la República) se utilizan en el contexto de crítica de las formas empleadas en su discurso por la parlamentaria y los términos utilizados por ésta para referirse a políticos de otros partidos tales como 'mafioso', 'ladrón', 'atracador'».
Para la Audiencia, por ejemplo la expresión 'novia del amo' «no constituye un ataque contra su esfera privada sino que contiene una crítica legítima en cuanto precisamente sirve para expresar la opinión del demandado en un aspecto sin duda de interés público, al incidir en la falta de preparación y méritos de quien ostentaba la condición de diputada y portavoz de su grupo parlamentario. En definitiva, se considera que los términos empleados, aunque redunden en descrédito de la afectada, no sobrepasan la intención crítica pretendida».
SOBRE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
El Tribunal Supremo ha subrayado con grandes trazos que «Tratándose de un asunto de interés general, la libertad de expresión justifica el empleo de expresiones críticas dirigidas a un personaje público, aunque sean acerbas y aunque puedan resultar molestas, hirientes y desagradables para quien las recibe».
La Sala destaca que Montero es dirigente de un partido político y era diputada y portavoz de su grupo parlamentario. Además, se trataba de una cuestión «de acentuado interés general», como era su actuación en el Congreso durante el debate de una moción de censura.
«Está permitido al demandado, como a toda persona que participa en un debate público, recurrir a una cierta dosis de exageración, incluso de provocación, esto es, ser un poco inmoderado en sus expresiones», ha dicho el TS.
La misma sentencia dice que debe tenerse también en cuenta que el demandado es un profesional de la información y de la opinión, «lo que aumenta el amparo del ejercicio de la libertad de expresión en la crítica de las personas que desempeñan cargos públicos, y en especial cuando se trata de una actuación del personaje público que reviste una gran trascendencia para el interés general».
«La puesta en duda de los méritos [de Irene Montero] para ocupar los cargos que ocupa y la vinculación de su carrera política con su relación sentimental con el líder de su partido, por más hiriente que pueda resultar a la demandante y por más descarnados que sean los términos utilizados, está amparada por la libertad de expresión. Se trata de la crítica a un comportamiento político que el demandado considera censurable, realizada sobre una base fáctica suficiente, y que por tanto está amparada por el ejercicio legítimo de la libertad de expresión, incluso si se ha realizado utilizando expresiones vulgares e hirientes», continúa razonando el Supremo.
También es legítimo ejercicio de la libertad de expresión el uso de apelativos sarcásticos, jugando con el nombre de su pareja y líder de su partido político y del líder de la revolución soviética ('Pablenina'). «El sarcasmo, la crítica humorística, la sátira política, están también amparados por la libertad de expresión en una sociedad democrática».
Finalmente, considera también libertad de expresión el empleo de calificativos relacionados con la «agresividad que, en opinión del demandado, caracterizó la intervención parlamentaria de la demandante que era objeto de comentario o anteriores actuaciones ('tiorra, matona, matoncilla, escrachadora'), por más que de nuevo se incurra en el uso de términos vulgares e hirientes».
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