Levantamiento carapintada: Seineldín, tanques en las calles, muertos y un golpe fallido

El 3 de diciembre de 1990, 35 años atrás, se produjo el cuarto levantamiento carapintada. El centro de Buenos Aires se convirtió en un campo de batalla. Hubo disparos, asesinatos y un tanque arrolló un colectivo de línea.

Sociedad03/12/2025

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Fue el cuarto levantamiento carapintada, casi una costumbre de esos primeros años democráticos. Un mal hábito. Pero fue el peor de todos y el último. El más sangriento. Dejó 14 muertos y casi 200 heridos. El centro de la ciudad quedó bajo una larga balacera durante horas. Un tanque atropelló un colectivo de línea asesinando 5 pasajeros. Un jefe militar se pegó un tiro en la sien en su puesto de comando un tanque. A un periodista le acertaron un balazo en la cabeza. Los rebeldes no pusieron contar con el factor sorpresa y el gobierno de Menem, avisado y decidido, reprimió y sofocó el levantamiento comandado por Mohammed Alí Seineldín para el atardecer. La mesiánica aventura carapintada llegó a su fin con un telón sangriento.

Bajo el camuflaje retórico de reivindicaciones, Seineldín y sus hombres trataban de cambiar las reglas del ejército y también de la sociedad. Quisieron imponer sus normas, sus parámetros, sus condiciones, sus hombres y sus estructuras por la fuerza. A sangre y fuego.

La relación entre Seineldín y Menem había sido fluida durante unos años. Antes de las elecciones hubo contactos y declaraciones del riojano en favor del militar. Su esposa Zulema Yoma también abogaba por él. Hasta lo propuso como jefe del ejército. Menem lo indultó en su primera tanda de perdones presidenciales por el levantamiento de Villa Martelli. Ya en libertad, Seineldín acudió en, al menos, un par de oportunidades a Olivos. A mediados de 1990 comenzó a presionar de nuevo; el gobierno, decía, no le había cumplido lo pactado. Escribió una carta pública al presidente: “Están dadas las condiciones para que sucedan acontecimientos reivindicatorios de tal gravedad que ni usted ni yo estamos en condiciones de precisar”. Una amenaza. Ordenaron 60 días de arresto. Pasó por distintos lugares hasta que terminó en San Martín de los Andes. Seineldín estaba cómodo, residía en el casino de oficiales. Mientras tanto conspiraba.

Seineldín pasaba sus días de prisión en San Martín de los Andes, en una unidad militar. Una de las claves era que él, su líder indiscutido, abandonara su lugar de reclusión y apareciera en Buenos Aires dirigiendo el levantamiento. De la ventana de su habitación colgó sábanas anudadas para que pareciera que se había escapado de improviso. Pero nada de eso sucedió. Salió caminando por la puerta principal con la connivencia de quienes debían ser sus cuidadores. Pero eso fue lo único que le salió bien ese día. El plan original era partir en avión hacia la Capital. El gobierno, enterado de sus planes, reforzó el aeródromo de Chapelco, desde donde partiría. El plan de fuga de Seineldín era poco realista y dependía de muchas factores y de que nadie defeccionara en el medio. Luego de salir del cuartel de San Martín, se trasladaría a Chapelco, de allí tomaría un avión que aterrizaría en el aeroparque de Buenos Aires, en una zona que sus hombres liberarían; en Aeroparque lo esperaría un helicóptero que finalmente lo depositaría en el edificio Libertador. Cada uno de los eslabones de esa cadena fracasó. Seineldín quedó esperando en la madrugada neuquina, solo, sentado en una estación de servicio, la llegada de tropas rebeldes que nunca arribaron. Los de la Fuerza Aérea tampoco se unieron pese a las promesas anteriores. El plan B era ir por tierra, en auto, hasta Buenos Aires: alguien pensó que podían sortear todos los controles que pusiera el gobierno apenas supiera del viaje de Seineldín. Tampoco pudo ser por ruta, porque nadie se ofreció a trasladar al militar. Seineldín derrotado regresó a su acomodado lugar de reclusión. Debe tratarse del primer fugado de la historia que vuelve motu propio caminando por la puerta principal para seguir detenido. Dos horas después Seineldín estaba sentado otra vez en su cama y escuchaba con inquietud las noticias que la radio traía.

Mientras Seineldín resignaba el escape, Menem era despertado a la madrugada para avisarle de la situación. Dicen que a las 5 de la mañana en jean y camisa ingresó a la Casa Rosada con un arma en la cintura. Se puso al tanto de la situación y ordenó que se reprimiera el levantamiento sin negociación posible. Algunos de los que reivindican su gestión sostienen que utilizó una frase de los caudillos federales del Siglo XIX: ¡A degüello!

El plan incluía la toma de varios lugares claves y que luego, por efecto contagio, se sumaran otras unidades.

A las tres de la mañana, los rebeldes tomaron el Edificio Libertador, el Regimiento de Patricios en Palermo, el Batallón 601 de inteligencia, varios tanques partieron de Entre Ríos a Buenos Aires, en el edificio de Prefectura hubo 400 sublevados (que pedían por los integrantes del grupo Albatros que estaban detenidos desde Villa Martelli), la fábrica de tanques TAMSE en Boulogne también fue ocupada. Este último punto, menospreciado durante buena parte del día, sería el foco de algunos de los momentos más dramáticos, dolorosos y demenciales de la jornada.

Los rebeldes apuntaron a grandes objetivos: el edificio sede del ejército, la oficina de la comandancia, el principal sitio de inteligencia, la fábrica de tanques, el centro de comunicaciones y el lugar de los blindados.

El despliegue fue grande y violento. La respuesta del gobierno, muy veloz, y, a diferencia de las asonadas anteriores, inclemente. Por primera vez los militares leales, comandados por Martín Bonnet y Martín Balza, dispararon contra sus camaradas. El cambio de actitud se debió a múltiples factores. En 1990 las condiciones políticas habían cambiado; ya no gobernaba Alfonsín y pesaba el fracaso de los tres levantamientos previos; el gobierno estaba avisado: tanto es así que en algún diario dominical se anunció que al día siguiente o a más tardar el martes, se produciría un levantamiento carapintada (el ministro de Defensa Humberto Romero había puesto en alerta a todas las unidades); la respuesta de Menem fue inmediata y ordenó reprimir; la ausencia de Seineldín dejó sin líder visible el movimiento; y, por último, el motivo que impidió que otros que pensaban sumarse durante el día, no lo hicieran: el asesinato de dos militares de alto rango en el Regimiento Patricios por parte de los rebeldes.

Enterados de la toma del Regimiento de Patricios, llegaron al lugar dos de sus jefes, el teniente coronel Hernán Pitta, segundo jefe del Regimiento, y el mayor Federico Pedernera, jefe de operaciones de la unidad. Junto a algunos hombres ingresaron de civil al lugar para intentar recuperar la unidad. Se impusieron los carapintadas por la disparidad de fuerzas. Pitta y Pedernera fueron atacados por los rebeldes y asesinados a tiros. Y rematados con disparos en la cara. También murió un conscripto.

La gran diferencia de este levantamiento militar con los tres anteriores fue su violencia. Más allá de la multiplicidad de objetivos a tomar, en ninguno se había disparado contra camaradas y público. La excepción había sido en Villa Martelli, también comandado por Seineldín en el había habido tres muertos (la gente por primera vez había reaccionado y los rebeldes dispararon).

A partir del asesinato de Pitta y Pedernera hubo fuertes intercambios de disparos tanto allí como en el edificio de prefectura y en el Edificio Libertador.

Todo se había salido de control.

Antes de que comenzara, el operativo, en las cercanías del edificio de Prefectura, había dos periodistas esperando novedades. Jorge Grecco de la revista Somos y Fernando Carnota de Radio Mitre. A sus medios les habían avisado de la asonada. Horas despues ambos fueron heridos. Grecco en el hombro, a Fernando Carnota le dispararon a la cabeza, salvó su vida de milagro después de pasar más de una semana en terapia intensiva.

Otra pregunta sobrevuela cuando se recuerdan paso a paso los hechos de ese día: ¿Qué hubiera sucedido si los rebeldes hubieran triunfado? ¿Tan sólo un cambio en la cúpula militar? Difícil creerlo. Y difícil también ver alguna posibilidad de éxito a esta aventura alucinada, carente de realidad, desbordada de mesianismo.

Algunos de los Carapintadas, al ver que no sólo no se plegaban otras unidades, sino que eran reprimidos por los leales, se fugaron de sus puestos.

El centro de la ciudad se convirtió en un campo de combate. Los de brazalete colorado eran los rebledes; los de blanco, los leales. Se escuchaban balaceras y detonaciones. El avión presidencial con el vicepresidente Duhalde dentro fue baleado cuando se acercaba al helipuerto de la Casa Rosada.

A media mañana, el mayor Hugo Abete salió a hablar con la prensa, se convirtió en el vocero carapintada. Descartó que se tratara de un golpe de estado pero afirmó que al único comandante que reconocían como legítimo era a Seineldín y desestimó al resto del generalato. Marcó ese levantamiento como una continuación de los tres anteriores y dijo que estas iban a seguir pasando. En ese punto Abete y sus secuaces se equivocarían.

Una foto de Ricardo Ceppi resume el estado de ánimo de buena parte de los rebeldes. Es un primer plano estremecedor. Casi como cumpliendo con el lugar común, el hombre tiene toda la cara cubierta tiznada, un verdadero carapintada. La crispación en cada uno de sus gestos, ojos furiosos, la boca estrangulada en un grito de rabia y abajo del cuadro se asoma el arma con la que está apuntando a los periodistas. Después se supo que se trataba del sargento Guillermo Verdes quien sobre el final de la jornada murió de un disparo en la cabeza que recibió de un francotirador leal en la pugna por recuperar el último de los edificios tomados.

Avanzado el día, y mientras las noticias que llegaban no eran buenas, los amotinados en TAMSE se pusieron nerviosos. Decidieron salir con los tanques a la calle. Después de una primera incursión con unas pocas unidades, regresaron y salieron en caravana casi diez tanques. Se supone que pretendían llegar hasta el centro de la Capital, donde todavía se combatía. Todo terminó en una tragedia. Uno de los tanques arrolló un colectivo de la Línea 60 y produjo un desastre. 5 muertos y varios heridos, algunos de gravedad.

Unos minutos después dentro de uno de los tanques, el coronel Jorge Alberto Romero Mundani- segundo mejor promedio de la historia del Colegio Militar-, que encabezaba la acción, se pegó un tiro en la sien sentado en la cabina de mando. Algunos dicen que sus últimas palabras fueron: “Ya me rendí en Malvinas, no lo volveré a hacer”. Es probable que haya sido el responsable de más muertes en esta aventura urbana que en el conflicto bélico.

Poco después, los que estaban en TAMSE se rindieron ante las fuerzas leales. El que comandó la rendición de sus hombres fue Héctor Romero Mundani que lo hizo rodeado de sus hombres deponiendo la actitud y con el cadáver de su hermano a sus pies.

El Regimiento de Patricios fue recuperado después de varias horas de enfrentamientos. El General Balza, segundo hombre en importancia del ejército en ese momento, comandó las operaciones. Como llegó de madrugada al lugar y su ropa estaba en lugares tomados por los rebeldes, buscó al conscripto más alto que encontró y le ofreció (le exigió) un cambio de vestimenta; los borceguíes le sacaron ampollas. Balza y sus hombres se dirigieron al Edificio Libertador, el último foco rebelde. No parecían dispuestos a rendirse. Seguían disparando. Recién a las 7 de la tarde los carapintadas se rindieron. Y la rebelión se había sofocado.

El gobierno había obtenido un gran triunfo y respiraba aliviado. El 5 de diciembre, 36 horas después, recibía la visita del presidente de Estados Unidos George Bush.

Un recuerdo personal: ese 3 de diciembre yo estaba en la facultad dando un examen de mi primer año de abogacía. La sede quedaba en la calle Moreno. En un aula alargada el silencio y los nervios del examen oral ante una severa mesa examinadora era interrumpido por detonaciones. Alguien en broma y susurrando dijo que “deben estar cagándose a tiros en la Casa Rosada”. No falló por mucho. Un empleado de la facultad, ingresó al salón y le dijo algo al oído al titular de la cátedra que no pareció acusar recibo. Cuando me tocó mi turno de dar examen, poco minutos después -sería media mañana-, el empleado volvió a ingresar. otro mensaje al oído y la cara del profesor se transformó. Recién estaba empezando mi exposición. El profesor me interrumpió: “Muy bien, eso está muy bien”, mintió porque yo no sabía demasiado del tema y estaba tartamudeando. Me hizo una pregunta muy sencilla y en la mitad de la respuesta, me volvió a cortar: “Lo felicito. Está aprobado” dijo mientras se levantaba. “Se suspenden los exámenes. Afuera se están matando. Me voy a buscar a mi hija al colegio. Tengan cuidado” y salió al trote del aula, seguido por sus dos ayudantes. Cuando salimos del edificio había olor a pólvora y los ruidos de los disparos sonaban muy cercanos. Nos alejamos todo lo que pudimos. Tardamos varias horas en volver a nuestras casas.

De los centenares de detenidos durante esa jornada fueron condenados unos quince con diferentes penas de prisión. Seineldín fue condenado a cadena perpetua, pero en 2003, horas antes de dejar su gobierno, el presidente Duhalde lo indultó junto a Gorriarán Merlo.

Seineldín murió el 2 de septiembre de 2009 por una crisis cardíaca. Tenía 75 años.

TN

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