El valor del voto

Por esas curiosidades irrelevantes de la vida, este último día de la campaña más importante de los 40 años de democracia también es el día de mi cumpleaños.

Opinión16/11/2023 Antonio Marocco

columnas (7)

Y lo voy a pasar haciendo aquello que abracé toda mi vida, lo que me hace feliz a pesar de los sinsabores: lo que me apasiona desde que tengo uso de razón: militar con la fuerza de la voluntad, con los argumentos de la razón y con el combustible de la emoción por un país más libre, más igualitario, más justo y soberano.

Seguir militando. Por el país que soñaron y ayudaron a construir nuestros abuelos que llegaron de tan lejos buscando una posteridad mejor; por el país de nuestros viejos que nos enseñaron de solidaridad, resiliencia y lucha; por el país que soñamos para que nuestros hijos y nietos jamás se vean empujados a abandonarlo para no volver.

El domingo será un día histórico que definirá el futuro de la Argentina. Con desenlace abierto, a partir del lunes próximo el país tal como lo conocemos empezará a cambiar. La grieta está agotada y el cambio es irreversible. Aunque claro, hay cambios y cambios.

Será la voluntad de la mayoría de los argentinos, expresada en el balotaje, la que determinará qué tipo de cambio profundo empezará a operar en nuestro país durante los próximos años.

Todos los argentinos, tanto los que votarán a Sergio Massa como los que optarán por Javier Milei, quieren un cambio. Desde luego que también quieren un cambio aquellos que votarán en blanco o impugnarán su voto.

A 40 años de la recuperación de la democracia hay muchas deudas pendientes con la sociedad argentina que la inercia de la grieta no fue capaz de resolver. Nadie que tenga responsabilidades públicas puede estar satisfecho con la conciencia ni dormir tranquilo cuando el 40% de los argentinos vive bajo la línea de pobreza. Tenemos que seguir militando para producir el cambio, sobre todo por aquellos a quienes las oportunidades del progreso le vienen resultando esquivas.

Transformar la Argentina merece además una tarea de concientización importante. No se puede fijar un destino sin conocer el punto de partida. En nuestro país aún está pendiente una justa adjudicación de las responsabilidades y un conocimiento profundo de la historia para saber cómo y por qué llegamos hasta la situación en la que nos encontramos.

Desde luego que la política de las últimas décadas eclipsada por la grieta es en gran parte responsable. Incapaces de constituir acuerdos de estado trascendentes, como los han logrado los partidos mayoritarios en los países más desarrollados, la Argentina se ha convertido en un campo orégano para que los grupos concentrados del poder económico —interno y externo— avancen en la ampliación de sus privilegios en detrimento de las pymes, la clase media y los trabajadores.   

Los medios y candidatos del poder económico cuestionan que el nivel de ingresos de los argentinos ha caído. Pero nada dicen acerca de que esos mismos grupos económicos que defienden han tenido una ganancia extraordinaria. 

Critican la inestabilidad cambiaria y la falta de reservas pero nada dicen sobre el origen y el destino de la deuda externa que contrajo Mauricio Macri para beneficiar la especulación y la fuga de capitales. Jamás una autocrítica. Así es fácil la tarea de ser opositor. Así es liviano el discurso del cambio.

Hablan de un cambio para terminar con la casta y entre sus filas tienen a lo peor de la casta política, sindical y empresarial. Hablan de la libertad y reivindican la peor de las dictaduras. Hablan de cambiar para mejorar las instituciones y la república pero quieren que el país se arregle con una tiranía. Dicen que están a favor de la vida pero quieren libre mercado de órganos y armas.

Dicen y se desdicen frente a periodistas que no repreguntan. Pero no resisten archivo. Y no está mal que las personas cambien, pero en política no se le puede fallar tanto al valor de la palabra. Tampoco en política todo vale: no es saludable promover violencia ni revolear motosierras.

¿Qué clase de cambio es el que proponen? Un futuro disruptivo, distópico, pero nostálgico de las peores prácticas del pasado. Dicen que la dictadura no fue una dictadura. Que las torturas, los fusilamientos, las desapariciones y las apropiaciones de bebés fueron apenas un exceso.

Le pegan a un muñeco hasta romperlo con la cara de Raúl Alfonsín. Dicen que el Papa Francisco es el diablo. Que romperán relaciones con los países que demandan las exportaciones de los productores argentinos.

Dicen que terminarán con los subsidios y privatizarán los hospitales, las escuelas y las universidades públicas.

Que se van a terminar las tarifas equilibradas por el estado, los planes sociales, las obras y el empleo público. Todo lo resolverá el mercado según sus profecías.

¿Y después qué hacen? fácil, se desdicen sin sonrojarse: se dicen montonera asesina o desequilibrado mental y después se abrazan. Necesitan el voto del pueblo religioso, de los radicales, de los trabajadores, de la industria y de la producción nacional. Entonces se desdicen, relativizan, cambian de tema, buscan el escándalo, atacan, distraen.

Pero ahí está el cambio que proponen, incluso está escrito en la plataforma electoral que suscribieron. Y a diferencia de otras experiencias políticas que llegaron al poder sin decir lo que pretendían hacer, a este populismo de derecha que se ofrece como nuevo hay que reconocerle que ha advertido con franqueza y claridad lo que pretende hacer en el gobierno.

También está claro que hay otro camino. Otro cambio posible. Una propuesta que a partir de una honesta autocrítica plantea una transformación de la Argentina a través de la unidad nacional, de los consensos de estado, de la convivencia democrática, del respeto a las divergencias. Una alternativa que no niega la crisis económica ni el cambio climático, y que frente a cada problema ofrece un camino de solución.

Hay una alternativa. Ahí viene la Argentina que queremos. Esa Argentina que soñaba Alfonsín cuando recuperó la democracia, como recordamos y revalorizamos junto a viejos adversarios del partido radical el lunes pasado, cuando conmemoramos con un acto histórico para la provincia de Salta los 40 años de la gesta del 83.

Imposible no hacer una analogía de la actualidad con aquella fatídica semana santa de 1987, cuando el alzamiento carapintada amenazó con un nuevo golpe de estado al gobierno constitucional. Los peronistas y todas las fuerzas políticas salimos a las calles a bancar a Raúl Alfonsín. Porque no se trataba de defender al gobierno radical, se trataba de defender la democracia que tanto nos había costado conseguir.

Creo que muchos militantes y simpatizantes de fuerzas opositoras al peronismo hoy se encuentran en esa disyuntiva y quizás sobre todo a ellos quiero dedicarle estas reflexiones. Porque en el balotaje del domingo no se trata simplemente de Massa o Milei, ni de darle un cheque en blanco al próximo presidente, se trata de frenar el avance de un populismo de extrema derecha que pone en riesgo el pacto democrático que suscribimos los argentinos en 1983 y que haría retroceder a nuestro país en la competencia geopolítica mundial.

Está en riesgo un pacto que trasciende la cuestión electoral, que implica la defensa de la salud y la educación pública, de la industria nacional, de la ética de la solidaridad, de la movilidad social ascendente. Se trata de la convivencia pacífica, de garantizar los derechos y las libertades individuales, de luchar por la soberanía de nuestras Malvinas, de evitar la tiranía y la libertad de mercado extrema a costa del desempleo y el hambre de nuestro pueblo.

Los problemas de la democracia que nadie niega se curan con más y mejor democracia. Por ahí viene la Argentina.

 

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