Autos chinos y el futuro que puede atropellar al trabajo argentino
Mientras en los pasillos del poder se celebran aperturas comerciales como sinónimo de “modernización”, en las fábricas argentinas se empieza a escuchar un murmullo cada vez más inquietante: la inminente llegada masiva de autos chinos podría arrasar con buena parte de la industria automotriz nacional. Lo que se vende como oportunidad para los consumidores, puede transformarse rápidamente en un golpe certero a la producción, al empleo y a las cadenas de valor que sostienen a miles de familias.
Con precios competitivos, fuertes subsidios estatales en su país de origen y una capacidad exportadora que no reconoce fronteras, los vehículos eléctricos y a combustión de origen chino ya están ingresando a América Latina. Argentina, que aún conserva una industria automotriz con décadas de historia, podría ser el próximo destino. Pero el problema no es el comercio en sí, sino la asimetría brutal con la que se juega este partido.
Según la Asociación de Fábricas de Automotores (ADEFA), el sector automotriz emplea de forma directa a más de 75.000 personas en la Argentina y representa más del 7% del PBI industrial. A eso se le suma el trabajo indirecto de autopartistas, talleres, logística, concesionarios, estaciones de servicio y una red de proveedores que sostienen economías regionales enteras. Es decir, cada vehículo que se produce en el país no es solo un auto: es trabajo argentino, es tejido social, es soberanía industrial.
Abrir de manera indiscriminada el mercado a vehículos extranjeros, especialmente de origen chino, sin una política clara de protección, reconversión o integración local, puede ser devastador. No se trata de cerrar la economía, sino de definir con inteligencia qué tipo de inserción queremos en el mundo. ¿Queremos ser un país que solo consume tecnología o uno que también la produce? ¿Vamos a ser protagonistas del cambio o simples receptores de modelos fabricados a 20.000 kilómetros?
Lo que está en juego no es una competencia justa: China subsidia a sus empresas, planifica estratégicamente sus exportaciones y protege su mercado interno con firmeza. En cambio, la Argentina atraviesa una profunda recesión, con niveles de consumo deprimidos, una moneda frágil y un Estado nacional que parece haber renunciado a su rol de regulador y promotor del desarrollo productivo. La combinación es peligrosa.
Ya lo estamos viendo en los datos: en los primeros cinco meses del 2025, la producción automotriz cayó un 16,7% respecto al mismo período del año anterior, según ADEFA. El sector autopartista, más aún, experimenta suspensiones, despidos y reducción de turnos en casi todas las terminales. Las pymes proveedoras, sin previsibilidad ni financiamiento, están al borde del colapso. Y en provincias como Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires, el impacto ya se traduce en pérdida de puestos de trabajo y cierre de empresas.
Desde la política, sin embargo, la discusión parece girar únicamente en torno a cuánto se abaratará el precio final para el consumidor, como si el único objetivo del Estado fuera facilitar importaciones a bajo costo. Pero, ¿cuál es el costo social de ese “beneficio”? ¿Cuántas familias quedarán sin sustento? ¿Quién va a reconvertir a los obreros calificados de la industria automotriz cuando su tarea desaparezca de un día para otro?
La pregunta es más profunda: ¿Qué modelo de país queremos construir? Si la respuesta es uno sin industria, sin empleo calificado, sin producción nacional, entonces sí, el camino elegido es el correcto. Pero si creemos —como muchos aún creemos— en un país con desarrollo, con empresas propias, con innovación y con trabajo, entonces hay que dar el debate antes de que sea demasiado tarde.
Desde mi lugar como diputada provincial, periodista y asesora política, lo veo con claridad: no hay desarrollo económico posible sin industria nacional. El ingreso de autos eléctricos, híbridos o convencionales fabricados en China debe analizarse con una visión integral, que contemple la transición tecnológica sin dinamitar la base productiva.
Es necesario establecer límites, exigir integración local de partes, promover acuerdos industriales con transferencia de conocimiento y crear incentivos reales para que las automotrices radicadas en el país puedan competir y adaptarse. De lo contrario, la “apertura” solo significará una invitación al desguace de uno de los sectores más estratégicos de nuestra economía.
Hay momentos en los que las decisiones no pueden tomarse solo con la calculadora. Hay que pensar con conciencia social y con responsabilidad histórica. La industria automotriz argentina es más que un sector económico: es parte de nuestra identidad, de nuestra capacidad de hacer, de nuestra esperanza de futuro.
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