Corrupción
Un presidente bien intencionado y ajeno a los daños generados por una criptomoneda que promocionó desde sus redes sociales se presentó ante una sociedad que acompañó su descargo.
Anunció que se blindará para que no sea tan fácil llegar a él.
A más de 72 horas de sucedido, el incidente con proyección internacional que tiene a Javier Milei en el centro de críticas y también de denuncias penales y administrativas que trascendieron los límites nacionales, sigue teniendo solamente el carácter de escándalo. La responsabilidad de la defraudación que sufrió un grupo de inversores tentados por el mandatario argentino es de quienes asumieron riesgos conscientes, según la explicación presidencial. Así lo subrayó el propio acusado al salir a explicar el hecho a través de un programa televisivo en un canal de su cercanía.
Reivindicó lo actuado en el marco de la difusión de un token al que presentó como una herramienta para financiar emprendedores, y rechazó asumir responsabilidad por las pérdidas millonarias. El presidente libertario minimizó el número de afectados, que no supera los 5 mil y entre ellos, muy pocos argentinos. Confirmó lo que anunció el último sábado respecto de solicitar una investigación de la Oficina Anticorrupción, incluso sobre sí mismo, para demostrar su buena fe y transparencia. Y, al parecer, también para conocer qué ocurrió.
Con sus referencias puso en el escenario a un organismo de escasa trascendencia en el sistema institucional, pese a la tarea asignada y a la necesidad de que la cumpla con eficiencia por la expansión de la corrupción en el ámbito de la administración del Estado. Nació en 1997 -a partir de un decreto del entonces presidente Carlos Menem- como Oficina Nacional de Ética Pública, a fin de imponer prácticas mediante la creación de un reglamento. Dos años después el Congreso sancionó la Ley Nº 25188 de Ética en la Función Pública, que creó la Comisión Nacional de Ética Pública como organismo encargado de velar por el cumplimiento de dicha ley, en el ámbito del Poder Legislativo. En diciembre de 1999 se creó la Oficina Anticorrupción, a la que se le asignó la tarea de llevar adelante programas de lucha contra la corrupción, además siendo la encargada de velar por la prevención e investigación de aquellas conductas comprendidas en la Convención Interamericana contra prácticas como la de cohecho, el tráfico de influencias, el soborno transnacional y el enriquecimiento ilícito, entre otras.
La trascendencia institucional de su función y la expectativa social que generó su creación, han decaído hasta casi desaparecer y sin que se perciban progresos notorios en la batalla contra el flagelo de la corrupción. Un estudio del CIPPEC subraya que sólo se trata de una maraña de organismos en dónde se multiplican funciones sin que se tornen efectivas; apenas se receptan denuncias que demuestran que no hubo un mejoramiento de la situación. Además, desde allí no hay datos sobre el perjuicio patrimonial infringido al país ni están identificado quienes lo cometieron; mucho menos se logró recuperar el patrimonio perdido. Las sucesivas gestiones no rompieron esa inercia y aún cuando en los papeles están establecidos los caminos y las herramientas, se nota una absoluta desidia. Es así que se ha fortalecido una corrupción estructural, que se ha vuelto sistémica.
Frente a un hecho de gravedad inusitada, lo que queda son los pedidos de informe que desde el Congreso han formulado distintos bloques políticos, a los que se sumaron la propuesta de la integración de una comisión investigadora e, incluso, hasta se prepara un pedido de juicio político .
Nada será suficiente si de inmediato no se avanza en fortalecer la ética y la integridad en la administración pública nacional, a través de políticas de transparencia e investigación de la corrupción, que están propuestas pero no se acatan.
Salta, 18 de febrero de 2025
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