La pelota no se mancha
Cuando pensamos en el fútbol argentino, no pensamos solo en un deporte. Pensamos en un pedazo de nuestra vida cotidiana, en un sentimiento que nos atraviesa desde chicos, en algo que nos une incluso cuando todo lo demás parece separarnos. Y por eso lo que pasó en estos días con la AFA no es un episodio más: es un capítulo de esa larga novela argentina donde la pelota y la política vuelven a cruzarse, como tantas veces en nuestra historia.
El conflicto estalló con un tema que, a simple vista, parecía menor: el título de “Campeón Anual” otorgado a Rosario Central. Un reconocimiento que no estaba del todo claro en el reglamento y que muchos sintieron como una decisión tomada a destiempo, como si alguien hubiese cambiado las reglas con el partido ya empezando. La reacción de Estudiantes de La Plata, con sus jugadores negándose a hacer el pasillo tradicional, encendió la mecha. La respuesta de la AFA, sancionando al club y suspendiendo a Juan Sebastián Verón, terminó de convertir una diferencia deportiva en un conflicto político.
Y entonces entró en escena el Gobierno nacional, que venía acumulando diferencias con la conducción del fútbol argentino. La relación entre Javier Milei y Chiqui Tapia ya venía tensa, y lo que ocurrió en estos días solo profundizó la grieta. La decisión del Presidente de no participar del sorteo del Mundial 2026 fue un mensaje tácito, casi un desafío público a la autoridad de la AFA.
Pero detrás de este choque hay algo más profundo: la discusión sobre el modelo de clubes que quiere el Gobierno. La idea de avanzar hacia las Sociedades Anónimas Deportivas divide aguas como pocas veces. Para muchos, sería transformar a los clubes en empresas; para otros, modernizar un sistema que tiene décadas de problemas. Pero, para casi todos, es tocar fibras sensibles de la identidad argentina.
Porque acá el fútbol nunca fue solo fútbol. En la historia política argentina, la pelota siempre apareció: en dictaduras, en crisis económicas, en momentos de celebración popular. Fue refugio, fue escenario, fue excusa y fue símbolo. Los clubes fueron siempre algo más que instituciones deportivas: fueron lugares de pertenencia, de barrio, de familia. Y por eso, cuando se discute su futuro, se discute también nuestra memoria colectiva.
En estos días, lo que siente el hincha es una mezcla de enojo, desconcierto y preocupación. No se trata solo de quién tiene razón: se trata de que el fútbol es una parte íntima de lo que somos. Y cuando esa parte se ve atrapada entre intereses económicos, peleas de poder y tensiones políticas, algo en el alma popular se inquieta.
Lo que pasa con la AFA no es un escándalo aislado: es una disputa por el sentido. Por qué modelo de país queremos, por cómo se deciden las cosas, por qué valores sostienen a nuestras instituciones. Y también, por qué lugar ocupa el fútbol en nuestra vida cotidiana.
Y ahora sí, volvamos al hincha. El argentino, ese ser capaz de hacer un análisis geopolítico en medio de un asado mientras discute si el técnico del Mundial tendría que haber hecho “ese cambio diez minutos antes”. Ese hincha que mira este lío entre Gobierno y AFA y piensa, con toda lógica criolla, que si en la vida tuviera el mismo nivel de paciencia que le tiene al fútbol, ya habría solucionado la mitad de sus problemas.
Porque la Argentina es así: un partido que nunca termina, un VAR que siempre tarda, un árbitro que nunca nos cobra una, y una tribuna que, pese a todo, sigue cantando. Y el fútbol es exactamente eso mismo: un lugar donde, aunque las cosas estén enredadas, seguimos esperando la jugada que lo cambie todo.
Quizás, entonces, el mensaje sea más simple. Cada tanto, la política se cree dueña de la pelota, y la pelota se cree dueña de la política. Pero los argentinos sabemos que ninguna de las dos manda del todo. Somos nosotros, los que estamos en la tribuna, los que seguimos soñando con que algún día la Argentina —igual que nuestro club— empiece a jugar más ordenada, deje de tirar pelotazos al voleo y, de vez en cuando, se acuerde de hacer una pared que salga bien.
Después de todo, si logramos salir campeones del mundo con un país en crisis, algo de magia nos queda. Falta que esa magia aparezca también fuera de la cancha.
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