Bien Común
Me quedó resonando el concepto que escuchamos de varios sacerdotes del Norte Grande el domingo pasado, durante la celebración del Milagro Salteño.
En conversaciones y también en homilías, cuando se referían a la crisis que atraviesa nuestro país, lamentaban —entre otras cosas— la paralización y la desatención sobre el bien público. Pero, ¿qué es el bien público, a qué se referían? Les pregunté.
Me explicaron que se trata de una idea que intenta recuperar la síntesis entre dos conceptos que algunos discursos de la coyuntura se esfuerzan por presentar como contradictorios: el bien común, por un lado, y la obra pública, por el otro.
Resulta lógico para todos pensar que una escuela, un hospital o una ruta pavimentada contribuyen al desarrollo y el bien común de una comunidad. Ahora bien, lo que no resulta lógico para algunos es que esas obras sean impulsadas por el Estado, es decir que sean públicas.
Vivimos en un clima de época atravesado por discursos que caracterizan a todo lo público como sinónimo de ineficiencia y gasto injustificado cuando no de curro o corrupción.
Es decir, para quienes suscriben estos marcos conceptuales, estas formas de ver al mundo, las necesidades que satisfacen las escuelas, los hospitales y las rutas deben ser atendidas, financiadas y explotadas exclusivamente por el sector privado.
Finjamos amnesia o falta de conocimiento sobre la historia nacional y supongamos que estos discursos neoliberales son realmente novedosos. Supongamos que las políticas que predican jamás se implementaron en la Argentina.
Con el Estado retirado completamente de la vida de los argentinos, ¿Qué esperan que pase en cada pueblo de la Patria? ¿El sector privado saldrá a construir rutas para desarrollar la producción, las escuelas y los hospitales que nos faltan? Todo lo contrario, el sector privado empieza a retirarse, a bajar persianas, a achicarse y despedir trabajadores. Pues el sector privado no puede desarrollarse sin infraestructura que le permita acceder a la energía o trasladar su producción; no puede crecer y modernizarse sin trabajadores educados y calificados, y además —ante este estado de situación— se queda sin mercado, pues una población empobrecida es una población que no genera demanda de bienes, servicios ni consumo.
Ayer el gobernador Gustavo Sáenz inauguró una nueva cisterna en Tartagal que proveerá agua a más de 51 mil personas del norte salteño. La financió el Estado, no era rentable para Tesla, MercadoLibre ni Techint. Si fuera por el sector privado el agua seguiría sin llegar.
Ante este panorama es que resulta valioso y sobre todo oportuno que los sacerdotes del interior profundo de nuestro país hayan puesto sobre la mesa la cuestión del bien público. La necesidad de no perder la inversión y la atención sobre las obras y los servicios públicos es la necesidad de garantizar las condiciones para el bien común de la sociedad.
Los discursos y los conceptos moldean no solo la forma en la que percibimos la realidad, sino que impactan y modifican la realidad misma. La acción comunicativa es tan influyente como la acción práctica.
Por esta razón, frente a un debate que pareciera limitarse a lo semántico, mientras algunos se refieren a la obra pública como una mala palabra que justifica el abandono de las responsabilidades del Estado frente las necesidades colectivas, debemos insistir en la idea del bien común como el argumento que aglutina, reconcilia, iguala y mejora la vida de la sociedad en su conjunto.
Por eso hay que ser cauto a la hora de hablar de ajuste y naturalizar su necesidad. El ajuste que promueven y pretenden profundizar no es otra cosa que un artificio conceptual para referirse a la desintegración del Estado y el abandono de sus funciones. Y eso no es contra la casta, es contra el 95% de los Argentinos.
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