Entre conquistas y verdades lacerantes
Ayer se conmemoró un nuevo día Día Internacional de la Mujer.
Pienso en qué bueno es que se haya desterrado aquella frase fea y anticuada que decía que detrás de cada gran hombre siempre hay una gran mujer. Las mujeres no van atrás de nadie, nunca lo fueron.
Y como cada año, cuando llega esta fecha, vienen a mi memoria grandes mujeres de la historia argentina como Juana Azurduy, luchadora clave durante el proceso de la Independencia Nacional; o como Macacha Güemes, emblema de la identidad, la valentía y el patriotismo de las mujeres de la región.
También pienso en Elisa Bachofen, la primera ingeniera civil de toda América del Sur.
En Cecilia Gierson, la primera médica argentina. En Edith Peccorelli, la primera presidenta de un club de fútbol electa por sus socios.
Por supuesto, también en Evita Perón y los primeros votos masivos de las mujeres en todo el país. María Estela Martínez de Perón, la primera presidenta y vicepresidenta de la historia Argentina.
Y en cuántas otras grandes mujeres que moldearon la identidad nacional, construyeron nuestra cultura y nuestra historia: muchas de ellas recordadas de manera elocuente por la periodista y escritora Gisela Marziotta en su recomendado libro "Las Primeras”.
¿Cómo puede ser que durante tanto tiempo la historia de la humanidad se haya remitido a libros que solo contaban la historia de los varones?
Mi relación por la lectura y los libros nació en casa. Una costumbre que me fue heredada en vida.
Entonces, cómo no recordar también a mi abuela Ofelia, que crío 11 hijos, y a mi madre, María Luisa, que trajo al mundo a otros 10.
Y no es que en esa capacidad de procreación numerosa residan las virtudes de estas dos mujeres que me dieron nada menos que la vida, y que me inspiran siempre que las tengo presentes: Son sus luchas, que de la trinchera del hogar pasaban a la trinchera del trabajo o de la política sin escalas. Con la misma tenacidad, porque el futuro mejor por el que luchaban no era el de sus hijos o nietos, era el de todos.
Siempre es valioso recordar a Ana María Giacosa, dirigente del Frente de Izquierda Popular, quien fuera la primera mujer candidata a gobernadora de Salta.
Si hoy es difícil, imagínense entonces: mujeres que abrieron puertas a patadas. Como debe ser, sin pedir permiso.
Pienso también en mis hijas, en mis nietas, en todas las mujeres salteñas. Que son más de la mitad.
En las que trabajan, en las que estudian, las que se esfuerzan, las que pueden, las que les cuesta, las que intentan, las que la están pasando mal. Pienso en todas y cada una de ellas.
Y pienso, qué bueno que ya no sean invisibilizadas ni minimizadas, que sean verdaderamente protagonistas, que pateen el tablero: que marchen, que luchen, que protesten, que griten, que discutan al sistema, que cambien las cosas.
Pero hay otra cosa que es cierta. Todavía falta. Falta y mucho. Porque todavía hay cimientos culturales machistas que desterrar, porque todavía la violencia contra las mujeres por el hecho de ser mujeres no ha terminado.
Porque todavía hay que hacer un esfuerzo enorme. Porque hasta ahora no alcanzó. Porque en esa violencia que vulnera, asesina y desaparece mujeres están los dolores de una sociedad que aún no ha sido capaz de desterrar las más despreciables prácticas de la violencia machista.
Ayer, miles y miles de mujeres coparon las calles de Salta para poner sobre la mesa todas estas cosas, para exigir medidas de prevención y acción más efectivas, para gritarle a la justicia que actúe con más firmeza y celeridad.
Algunos automovilistas se quejaron por el tránsito, otros se preguntaron por qué marchaban. Los más violentos gritaban planeras y otros epítetos irreproducibles. La empatía que falta. Con todo eso hay que terminar. Porque como decía una pancarta que gritaba una verdad lacerante: “Ya ni al dentista podemos ir tranquilas”.
Hasta la próxima.
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