Desvinculación
La política perdió el alma que la sostenía: la militancia. En su lugar quedaron los oportunistas de turno, el pragmatismo vacío y una sociedad atrapada en la lógica del asistencialismo.
Durante años, la política fue un espacio de compromiso, de ideas en disputa y de vocaciones que se formaban en la calle, en los barrios, en los partidos y las organizaciones. Era el terreno donde se militaba por convicción, no por conveniencia. Hoy, en cambio, parece que la política se transformó en un concurso de popularidad medido en redes sociales, donde el contenido se reemplazó por la forma y la coherencia por el oportunismo.
Las declaraciones recientes de dirigentes de distintas generaciones —como Manuel Godoy, Javier David, Julio César Loutaif o Sonia Escudero— reflejan una preocupación transversal: la política se vació de ideas. Los que llegan al poder o buscan alcanzarlo ya no parecen representar causas, sino intereses. Y los que deberían cuestionar ese estado de cosas, muchas veces terminan adaptándose a él para sobrevivir dentro de un sistema cada vez más dependiente de la estructura asistencialista.
Esa dependencia también corrompe la relación entre el Estado y los ciudadanos. La asistencia, necesaria en tiempos de crisis, se convirtió en un modo de control social, una herramienta para conservar adhesiones y disciplinar conciencias. Así, la política perdió su sentido transformador y se volvió mero trámite administrativo: repartir recursos, mantener planes, sostener aparatos.
La consecuencia es visible: hay funcionarios sin formación política, dirigentes sin historia militante, y partidos convertidos en sellos ocasionales. La política ya no se construye, se negocia. Ya no se milita, se simula. Ya no se lidera, se gestiona lo posible.
Recuperar la política militante no significa volver al romanticismo de otras épocas, sino restituir el valor del compromiso y del pensamiento. Implica volver a creer que la acción política puede mejorar la vida de los demás, no solo garantizar la propia subsistencia dentro del poder. Significa, también, asumir que sin militancia no hay identidad, sin debate no hay rumbo, y sin convicciones no hay futuro.
El desafío no es menor: o la política se reencuentra con su sentido original, o quedará definitivamente atrapada en la indiferencia de una sociedad cansada de los que se sirven de ella.
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