Opinión16/05/2024

Reparar para superar la cultura del descarte

En los últimos días hemos sido testigos de una serie de acontecimientos tan aborrecibles como dramáticos.

La profundidad de la crisis que atraviesa nuestro país trasciende a lo político-económico y obliga a prestar una especial atención también a la cuestión social. 

La incertidumbre, la insatisfacción y la desesperanza parecieran expresar los síntomas de la época. También la reacción desmedida, la prepotencia y la intolerancia. Al multiplicarse, estos sentimientos empiezan a corroer los cimientos del humanismo y, en consecuencia, el tejido social y la convivencia pacífica de los argentinos.

La capacidad de identificar lo común y lo colectivo por encima de las diferencias es lo que le permitió a nuestra Nación ser la envidia entre muchos países de la región a menudo paralizados por la escalada de conflictos civiles.

No podemos subestimar la situación ni mucho menos naturalizarla. Ni las escaramuzas entre periodistas o políticos en el horario central de la televisión; ni los escraches y las amenazas en las redes sociales. 
Es inadmisible relativizar las batallas campales entre adolescentes afuera de los colegios… ni hablar del lacerante asesinato de tres mujeres en manos de un femicida que las incendió vivas con una bomba molotov. 

La viralización de los discursos de odio, la exaltación de las relaciones amigo/enemigo y la constante apelación a la violencia en las redes sociales está empezando a materializarse en el territorio. Los hechos son flagrantes.
El fenómeno que nos preocupa no es exclusivo de nuestro país. Es un problema en todo el mundo. La aldea global. La conexión con todos y con nadie a la vez. Estereotipos inalcanzables y un modelo de sociedad más orientado a los consumidores que al conjunto del género humano.

El problema se produce cuando las mayorías son descompuestas al extremo de los individuos y estos empiezan a caerse del sistema o, mejor dicho, del mercado.

Citando al Papa Francisco: “las redes sociales pueden facilitar el encuentro y la solidaridad entre todos, pero también pueden aumentar el sentimiento de soledad y aislamiento, promoviendo formas de violencia”.

La Organización Mundial de la Salud estima que una de cada cuatro personas actualmente padece ansiedad, soledad o aislamiento social. Estas afecciones tienen su correlato en la calle, en los vínculos sociales concretos, en las relaciones afectivas. 

Si la cuestión social durante el siglo 20 estuvo orientada a garantizar la asistencia, la seguridad y la previsión, la agenda actual nos impone reparar los vínculos comunitarios, universalizar la atención de la salud mental y ponderar modelos sociales que superen la cultura del descarte.

Que la frustración, la violencia y la intolerancia sean una alarma y jamás lo natural. Estamos a tiempo.

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