
Comienzan a correr las horas más rápidas del año. Muchos se han despojado de la carga que aún llevaban, al entender que se agotó el tiempo de alcanzar objetivos pero queda el tramo de determinar en qué punto cierra 2025.


Se cumplen hoy 55 años desde que un destacamento militar derrocara al presidente Arturo Umberto Illia. El golpe, urdido en medio de traiciones y complicidades, contó con el beneplácito de sectores poderosos y con la insensata euforia de cierto peronismo que -proscripto- no sentía apego a las instituciones de la república.
Opinión28/06/2021 Armando Caro Figueroa
Es cierto que la Argentina arrastraba un largo ciclo de machacona deslegitimación de tales instituciones. Y es probable que ese ciclo, al menos en lo que se refiere al siglo XX, haya comenzado con el golpe protagonizado por nuestro comprovinciano José Félix Uriburu.
Visto a la distancia, aquel largo período tuvo un segundo capítulo -especialmente trágico- abierto por la antinomia peronismo-anti peronismo. Un capítulo signado por bombardeos a la desguarnecida Plaza de Mayo, por fusilamientos, represión, exilios y persecuciones.
Hay quienes sostienen, también, que esta deriva se acentuó cuando el primer peronismo decidió doblar su apuesta restringiendo libertades, abrumando con el culto a la personalidad, e incentivando la división de los argentinos en réprobos y elegidos.
Soy de los que piensan que los asesinatos de Pedro Eugenio Aramburu y José Ignacio Rucci, la represión salvaje, la militarización de la política -sumados al derrumbe moral que significó la creencia de que se podía matar en nombre de la justicia social o de la patria- nos arrastraron al abismo en el cual vivimos entre 1976 y 1983.
Pese a que la autocrítica y la asunción de responsabilidades por tamaños acontecimientos no han sido hasta aquí suficientemente explícitos ni del lado del peronismo ni de quienes lo demonizaron, creo que son muchos los argentinos que hemos decidido -algunos lo hicieron en 1983, votando a Raúl Ricardo Alfonsín- dar vuelta la página, dejando actuar a jueces e historiadores.
Pero, permítame Mario, volver al derrocamiento del presidente Illia, para reseñar tres hechos personales. En 1963 me tocó votar por primera vez; lo hice por el binomio Illia-Perette, deseñando los reclamos de cierta ortodoxia peronista que descreía de las urnas y apostaba por la “chispa que encendería la pradera”. Señalo que otro sector del peronismo salteño había decidido concurrir a las urnas con candidatos propios a legisladores nacionales.
En los días del alevoso golpe militar uno de mis tíos (Carlos Augusto), por entonces general de la Nación, fue encarcelado horas antes del golpe por su compromiso con las instituciones democráticas, pretextando una reunión política con mi padre -entonces diputado nacional peronista por Salta- .
Pocas semanas después hube de refrenar mis impulsos juveniles cuando las autoridades militares (que se habían hecho con el poder en la provincia) se acercaron a saludar a la familia del general encarcelado, que se dolía por el fallecimiento de mi abuela.
El último apunte personal se sitúa en 1970 cuando el ex presidente Illia visitó Salta y tuve el honor de conversar personalmente con él, en las cercanías de la CGT Regional (que lo había recibido amistosamente).
Creo que los dos últimos golpes militares (en realidad cívico militares) vacunaron a millones de argentinos en contra de este virus propio de las llamadas “repúblicas bananeras”, y el golpismo desapareció de la caja de herramientas de los argentinos.
Pero estamos reincidiendo en la obsesión de fundar patrias excluyentes, de pregonar que “el enemigo” no merece ni siquiera justicia, de despreciar a las instituciones de la Constitución animándonos a manipularlas en provecho de los que se auto titulan los buenos de la película.
Soplan malos vientos cuando las fuerzas políticas (sobre todo las mayoritarias) deciden doblar su apuesta en favor de prácticas hegemónicas, excluyentes y no democráticas. Tambien, cuando deciden deslegitimar las instituciones de la república; una operación que puede hacerse tanto desde la oposición como desde las filas del propio gobierno.
El mejor homenaje al presidente derrocado sería redoblar los esfuerzos por construir coincidencias alrededor de la Constitución. Pero también consensos para enfrentar las graves amenazas como la inflación, el aislamiento internacional, el unitarismo, la pobreza y las desigualdades. “A este país lo arreglamos entre todos, o no lo arregla nadie”, no sé si me explico.

Comienzan a correr las horas más rápidas del año. Muchos se han despojado de la carga que aún llevaban, al entender que se agotó el tiempo de alcanzar objetivos pero queda el tramo de determinar en qué punto cierra 2025.

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