El día que gané el Pulitzer
“Una noticia es aquello que alguien no quiere que se publique. El resto son relaciones públicas” es el famoso aforismo que circula por la red, tantas veces atribuido a George Orwell como al magnate Hearst, pero que decía en su versión primigenia: "Lo que el patrón quiere que se publique es publicidad, lo que quisiera suprimir es periodismo".
Lo cierto es que definirse como periodista, es todo un dilema. Por lo menos, hasta que se tiene la certeza de que lo que se hace es periodismo y no otra rama del variado abanico de las comunicaciones.
Muchas veces hemos debatido acerca de lo restrictivo que es ser autorreferencial, especialmente cuando las y los periodistas nos dedicamos a contar historias de otros, indagar sobre el funcionamiento de las instituciones y la sociedad en su conjunto y revelar lo que encontramos. Pero les voy a compartir que pasó mucho tiempo hasta que dije “soy periodista”. Tanto respeto tengo por el oficio, que cuando empezaba a transitar por el apasionante mundo que ofrece, no me atrevía a decir que lo era. A lo sumo, podía asumir que “trabajaba en un medio de comunicación”, pero sabía que la definición de periodista, me quedaba grande. Y no hablo de los tiempos en los que tenía 16 años, cuando las prácticas de la extinta salida laboral de perito en Comunicaciones Sociales, en el IEM de la Universidad Nacional de la Salta, nos introducían directamente al que parecía un inalcanzable mundo de los medios. Hablo de años, muchos, en los que solo me definí como trabajadora de prensa, sin considerarme periodista.
Ese extenso camino en el oficio, en el que sumo casi tres décadas, me enseñó que ni la academia por sí sola, ni la experiencia, por su lado, son excluyentes para ejercer este oficio. La formación académica es fundamental, pero sin lo empírico, es pura abstracción. Y viceversa: la experiencia sola, sin formación, -aunque se trate de una fuera del circuito formal o académico- nos convertirá en periodistas con limitaciones.
A esta altura de las cosas, no viene al caso traer a cuento la remanida discusión sobre colegiar o no el periodismo o las comunicaciones, pero sí vale la pena aclarar a quienes no saben de qué se trata, que las y los periodistas, más allá de convertirse en nexo imprescindible para el funcionamiento democrático de las sociedades, son trabajadores como cualquier otro, que además, son responsables de exponer vulneraciones de derechos de otros gremios y ocuparse poco de los propios. Me ha pasado escuchar a estudiantes que sueñan “con llegar a la tele” y eligen una carrera universitaria que muchos han romantizado, pero que desconocen que se trata de un oficio, compromiso y trabajo permanentes. ¿O dejamos de ser periodistas después de las ocho horas de trabajo?
Hoy no voy a detenerme en la precariedad de la mayoría de trabajadores y trabajadoras a quienes se les denomina de forma errada como «colaboradores» y «freelance», por ejemplo, porque para tener una magnitud de la explotación que existe, solo en Capital Federal, la ciudad de mayor poder adquisitivo del país, alrededor del 90% factura por debajo de la canasta básica y casi el 55% (54,8%) afirmó tener otros trabajos por fuera del sector de prensa, obligado por la urgente situación económica del sector.
Y como en cualquier profesión, su ejercicio requiere de un compromiso ético, porque el poder que tenemos quienes administramos información que no llega a la ciudadanía dedicada a otra cosa, a veces puede ser mayor que el de un gobernante.
Pero me fui por las ramas con la autoreferencialidad. Les contaba que el contacto con los medios, comenzó cuando tenía 16, en los viejos estudios de DecoTV que funcionaban sobre calle Lerma. Las circunstancias de la vida me llevaron a Río Gallegos en la provincia de Santa Cruz, donde conseguí trabajo a los 19, en un diario ya extinto, que se llamaba La Voz de Santa Cruz. De tanto insistir, el Jefe de Redacción me dio una oportunidad e ingresé a la que se llamaba la Sala de Tipeo, donde se “cocinaban” partes de prensa. No, oyentes queridos. No. No nos dedicábamos a la gastronomía, sino a presentar como noticia, aquello que nos compartían distintas instituciones, ONG y otros. Empecé un viernes. Y recién llegada a la ciudad, que poco conocía y menos aún al equipo del diario en el que ya trabajaba, y me pasó que al martes siguiente, ocurrió un incendio a pocas cuadras de donde vivía.
Me acerqué y hablé con la familia afectada, los vecinos, los Bomberos y cuanto testimonio pude reunir y llegué a la redacción con mucho material y más ansiedad. Cuando terminé de escribir, temblando, fui a ver al Jefe de Redacción, que tenía fama de ogro y estricto después de haber estado a cargo de diario La Nación. Hasta ese momento, yo desconocía que en el mismo lugar del incendio había estado el fotógrafo del diario, que había hecho su trabajo, por supuesto. Le dije: “preparé esto” y dejé la nota. Casi hui de la oficina -que hasta entonces no conocía-, y al poco tiempo, se presentó el Jefe en la Sala de Tipeo y me devolvió la impresión. Supongo que su gesto adusto y su seriedad me tenían más asustada que todo, pero antes de irse me dijo “dedícate a esto” y me “ascendió” a la Sala de Redacción”. Ese día sentí que gané el Pulitzer. Y que podía seguir aprendiendo, como hago todos los días y dedicarme a este oficio tan maravilloso, que -sin idealizar-, nos permite saber mucho, sobre muchos temas; garantizar el acceso a la información de quienes nos leen, oyen o ven; aportar a discusiones sobre cómo mejorar las instituciones y conocer a mucha gente interesante –y otra tanta repudiable-, lugares y experiencias a las que otros mortales no llegan.
A los 22 llegué a ésta, que es mi casa y me enorgullece. Acá dejé de decir “trabajo en un medio” y empecé a decir “soy periodista”. Porque tuve enormes posibilidades de crecimiento y aprendizaje, y siempre con libertad. Puedo decir con orgullo, que nunca recibí un “de esto no hables”, porque si lo que exponíamos o cuestionábamos, estaba documentado, ¿por qué no lo haríamos público? Conocí a hermosas personas, de las que abrevé y con quienes generé una amistad que perdura y también supe que se puede aprender lo que no se debe hacer. Desde los 16 vengo aprendiendo sobre este oficio y pienso seguir haciéndolo mientras pueda. Y no es mirarme el ombligo. Es desear que todas y todos los colegas, disfruten tanto como yo, del mejor oficio del mundo. Gabo no se equivocaba. O yo no sé hacer otra cosa.
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