Opinión 12/05/2023

Fortaleza

El voto no es sólo un derecho sino también un deber, dos categorías que se empardan sin que ninguna sobresalga sobre la otra. La democracia necesita una participación ciudadana fuerte para consolidarse y de allí cobra sentido toda exhortación que vaya contra el abstencionismo.

Tras treinta días de campaña, los protagonistas del proceso que va a cerrar el domingo que viene han podido verificar –no sin preocupación- la apatía que está rodeando la toma de una decisión fundamental. Todo ello como si no hubiese sucedido una crisis como la del 2001, cuando los ciudadanos pedían que se vayan todos.

La prédica de quienes intervinieron para evitar que se desintegre el tejido social pareciera que cayó en saco roto. La crisis moral y del bien común que puso al país al borde del abismo no se ha superado, pese a que personalidades e instituciones de prestigio lo vinieron advirtiendo. Hoy se expresa en una polarización social dentro de la que crece el número de pobres y excluidos.

En ese marco dentro de 48 horas se vota y pese a que es una obligación cuyo incumplimiento es pasible de sanciones, la abstención es una opción por lo menos para una cuarta parte de la ciudadanía, según viene sucediendo. Esa obligatoriedad rige en el 10 por ciento de los países en el mundo; además de la Argentina entre otros figuran Bélgica, Chipre, Luxemburgo, Australia, Países Bajos, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Perú. Aunque no figure entre los debates prioritarios hay corrientes que sustentan posiciones contrapuestas respecto de la conveniencia de eliminar o ampliar esta imposición.

Quienes sostienen que la salud de las democracias está demandando la obligatoriedad del voto se remiten a que son los grupos sociales más acomodados los que suelen participar mayoritariamente; esto significa que los más vulnerables se autoexcluyen de tomar protagonismo en la formación de los gobiernos. Esta marginación vacía de contenido el concepto de que pese a todas sus imperfecciones, la democracia es la doctrina política más arraigada en el mundo porque le permite a una comunidad -al menos conceptualmente- levantar su voz y garantizar la práctica de derechos individuales y colectivos, sin distingo de condiciones. Pero las disparidades de participación entre grupos y de los efectos distorsionadores sobre la representación política y, por ende, sobre el actuar de los gobiernos, amenazan la fortaleza del sistema.

Cuando se observa que el desgano que generan las crisis y la desaprensión de la dirigencia política respecto de las cuestiones que preocupan a la ciudadanía se expresa en la abstención, nace la tentación de proponer que se revise la obligatoriedad del voto impuesta  en la Argentina hace 111 años, a través de la llamada Ley Sáenz Peña. Por entonces era imperioso impulsar la participación popular para quebrar estructuras de poder que habían dejado de ser representativas; hoy sigue siendo una herramienta eficaz desterrar los caudillismos y desanimar los personalismos que debilitan las instituciones.

El ciudadano debe pensar más que en el deber que le impone el ordenamiento constitucional,  en el derecho que le permite decidir quién conducirá los destinos de la Provincia. Ese voto es un instrumento que le sirve para advertir que el poder que entrega es transitorio y con un fin determinado. Aun cuando el que emita sea un voto en blanco o nulo, seguirá siendo su expresión frente a la oferta electoral presentada ya que no está obligado a elegir entre lo que no le satisface.

La democracia necesita de una participación fuerte y de un voto muy cuidado, que debe ser secreto. Allí radica la fortaleza del elector, depositario de la soberanía política.

Salta, 12 de mayo de 2023

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