Opinión Sonia Margarita Escudero 22/05/2020

Derecho a la Ciudad 1

Esta semana el diario El Tribuno ejerció una abierta presión mediática para que el Concejo Deliberante apruebe una excepción al Código de Planeamiento, y así dar luz verde a un proyecto de desarrollo inmobiliario.

La propuesta del Concejal Gauffín fue la correcta, más que una excepción, lo que el Concejo debe decidir es si la norma debe ser modificada.

 

 Sería lamentable que la nueva administración continúe una política de excepciones que siempre son discriminatorias y aparecen sospechadas de corrupción. Las excepcionalidades e irregularidades en la construcción fue la norma durante los últimos quince años. Este hecho fue denunciado penalmente por la Red Sol en el año 2009, que relevó 97 edificios ilegales. No me llama la atención que, a pesar del tiempo transcurrido, la causa no fue aun elevada a juicio.

 Esta política de no cumplimiento de reglas hace que la ciudad de Salta tenga un crecimiento disperso tanto física como socialmente. Las cifras son elocuentes: en el año 2002 la ciudad ocupaba una extensión de 9.000 hectáreas, mientras que en 2014 la superficie es de 17.220 hectáreas, casi el doble. 

 Esta forma de crecimiento disperso es insustentable tanto económica como  socialmente; al incrementarse  los costos de la instalación de infraestructura se superan los recursos disponibles. Los problemas en cantidad y calidad de agua potable, las inundaciones, los déficits en la instalación de cloacas, los costos y deficiencias en la gestión de residuos urbanos, la infraestructura vial insuficiente,  la problemática en la prestación del servicio de transporte público y un alto índice de accidentología vial, son algunos de los temas críticos.

 

En la conformación de esta ciudad dispersa y segregada, llaman la atención tres estratos muy bien diferenciados:

1)   Por una parte los barrios cerrados en los que se concentran las élites instalando lo que se llama un urbanismo afinitario o el relacionamiento sólo entre iguales, que termina generando el temor y el rechazo al otro por la clausura en la relación con el mundo circundante.

2)   En el otro extremo, los asentamientos precarios que se autoconstruyen por sus habitantes, con los medios que encuentran a su disposición, con ingresos bajos, sin acceso a recursos técnicos, en tierras relegadas. En ellos se advierten condiciones de hacinamiento en la vivienda, analfabetismo en la población adulta, concentración de hogares con necesidades básicas insatisfechas así como vulnerabilidad territorial, ya que generalmente ocupan áreas ribereñas o laderas de cerros con peligro de deslizamientos.

3)   El tercer sector que empuja la dispersión está conformado justamente por la acción del gobierno que ubica los planes de vivienda en los bordes de la ciudad, por ejemplo el Barrio Santa Ana en el límite con Cerrillos y Ciudad del Milagro en el límite con Vaqueros, dejando amplios espacios vacíos y de uso rural. Aquí se asientan las capas medias que en épocas de crisis como la actual, van constatando que el sentido de los procesos de movilidad social puede invertirse y ser descendente. El miedo a la caída explica su vigorosa oposición a la existencia de asentamientos irregulares en su cercanía.

Sin una dotación de tierras publicas para su asignación eficiente y justa y equipamientos urbanos que garanticen derechos básicos e igualdad de oportunidades, se aleja la posibilidad de alcanzar el desarrollo humano de los salteños, que debe ser el objetivo de cualquier planeamiento urbano como bien lo señala la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad[1]. Este Derecho a la Ciudad cuya consagración como derecho humano se impulsa en ámbitos internacionales, deriva su legitimidad desde lo conquistado por los movimientos urbanos que promovieron asentamientos en espacios vacíos y generaron respuestas desde la política. El gobierno provincial convirtió esta demanda en una política pública al crear el Programa Familia Propietaria, hoy llamado Tierra y Hábitat, encargado de adquirir tierras urbanas para su asignación ordenada a familias de bajos recursos. Pero la velocidad de la actuación del Estado es muy inferior a la de las demandas sociales.

La Carta por el Derecho a la Ciudad establece que las ciudades deben desarrollar una planificación que garantice el equilibrio entre el desarrollo urbano y la protección del patrimonio tanto natural como histórico, arquitectónico, y cultural; una regulación que impida la segregación y la exclusión territorial y que conduzca a una ciudad integrada y justa[2]. Para ello es necesario que se repartan cargas y beneficios en forma equitativa asegurando que las mejoras tecnológicas que generan eficiencias y costos decrecientes de la operación de servicios públicos, se distribuyan a los usuarios y a la sociedad en su conjunto, y que no sean objeto de exclusiva apropiación privada por las empresas.

 La forma como el territorio de la ciudad va siendo ocupado, es expresión del sistema económico de asignación del espacio y por lo tanto, de decisiones políticas e institucionales que son, a su vez, reflejo de los valores dominantes. El debate sobre un plan regulador del crecimiento que asegure que todos los habitantes puedan hacer uso de la ciudad de forma justa, sustentable y democrática, es urgente.

 Ahora bien, si el plan de las autoridades municipales es no tener plan, seguirá el crecimiento caótico y no sustentable, la segregación socio- territorial, las decisiones discrecionales, la arbitrariedad y la corrupción.

 

 

 


 
 
 

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