Favaloro: el espejo roto de una Argentina que lo dejó solo
Hace 24 años, el doctor René Favaloro se quitó la vida. Y cada año que pasa, su decisión resuena como un grito que no se apaga. Un grito contra la indiferencia, contra la desidia, contra la miseria política que convierte en héroes a los mediocres y en estorbo a los honestos.
René Favaloro no murió por una depresión sin causa. Se mató porque creyó que la dignidad no podía hipotecarse, porque luchó hasta el final por sostener un proyecto de salud pública de excelencia, y porque entendió —con dolor, con impotencia, con tristeza— que el Estado argentino le daba la espalda a la ética, a la medicina, y a él.
El hombre que revolucionó la medicina cardiovascular en el mundo, que creó el bypass aortocoronario y pudo haberse quedado a vivir en cualquier capital del primer mundo, eligió volver a la Argentina para apostar por algo más grande que su propia carrera: un sistema de salud digno, equitativo y al alcance de todos. Su Fundación no solo operaba corazones: encarnaba una idea de país. Uno donde el conocimiento estuviera al servicio de la gente, no del mercado. Uno donde la salud no fuera una mercancía, sino un derecho.
Pero Favaloro se encontró con otra Argentina. La de los pagos atrasados, los funcionarios que no atendían el teléfono, las promesas vacías y los favores que se cobran con lealtades ciegas. “Estoy cansado de golpear puertas y que nadie me escuche”, escribió en su última carta. No fue solo una despedida. Fue una acusación.
¿Qué dice de nosotros como sociedad que no pudimos sostener al hombre que salvó miles de vidas? ¿Qué dice de nuestra política que todavía hoy, más de dos décadas después, la salud pública siga siendo una cuenta pendiente, un ítem de ajuste, un botín de campaña?
En la Argentina actual, donde muchos de los que conducen los destinos del país desprecian la educación, se burlan de la ciencia y recortan la salud como si fuera un gasto superfluo, recordar a Favaloro es más que un ejercicio de memoria. Es un deber cívico. Es mirarnos en el espejo de lo que pudimos ser y no fuimos. Y es asumir que, mientras sigamos premiando la especulación por sobre la vocación, lo de Favaloro no fue una excepción. Fue un síntoma.
Su legado vive en médicos que siguen resistiendo en hospitales con techos que se caen, en investigadores que hacen ciencia con sueldos de miseria, en docentes que enseñan por compromiso más que por salario. Vive en cada persona que entiende que la ética no es una utopía, sino un acto cotidiano.
Favaloro nos dejó más que una técnica quirúrgica. Nos dejó una lección de integridad, de coherencia, de amor por el otro. Nos enseñó que el verdadero poder no está en los cargos, sino en las convicciones. Y que cuando el Estado abandona a sus mejores hombres, no sólo los traiciona a ellos: nos traiciona a todos.
Hoy más que nunca, su nombre nos interpela. Porque si Favaloro volvió al país para construir, y terminó muriendo por no querer robar, la pregunta ya no es por qué se fue. La pregunta es qué hicimos —y seguimos haciendo— para que hombres como él ya no encuentren lugar en esta Argentina.
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