El Milagro
Tocó que sea un 14 de septiembre esta columna.
Mientras, en el centro de nuestra ciudad —como cada año y alrededor de la Catedral— miles de hombres y mujeres, oriundos de todas las latitudes de nuestra geografía y de las extracciones sociales más diversas, reflexionan, rezan, agradecen, sueñan, comparten, se hermanan, marchan juntos… Están todos porque mañana es el día.
Por la complejidad para estimar la dimensión de la concurrencia, las cifras frías sobre la convocatoria suelen ser motivo de discusión, pero se estima con certeza que, por lo menos, más de medio millón de salteños y visitantes de todo el país se apostarán y marcharán entre el casco histórico y el Monumento 20 de Febrero para renovar el pacto de fidelidad con los santos patronos de Salta.
Mañana es la Procesión y, a luz de los años, ese encuentro ya significa mucho más que llevar en andas a las imágenes del Señor y la Virgen del Milagro para terminar con una multitudinaria misa, sirenas y pañuelos en alto.
Es algo más profundo: un encuentro del que brota un compromiso individual pero también colectivo. Pues si es posible un mundo más humano y justo, depende de la fe, la convicción y la voluntad de cada uno, pero también —y sobre todo— de lo que construyamos todos juntos.
Hablamos de una liturgia que se origina pero trasciende ampliamente la base católica religiosa: una tradición social y cultural que divide al calendario; una celebración que cada generación de salteños resignifica como propia frente a los distintos climas de época.
Porque si bien los temblores en nuestra tierra siempre han representado y seguirán representando un riesgo silencioso y latente, en las peregrinaciones y en las cavilaciones de cada salteño que vive el Milagro se hacen presentes muchas más angustias, reflexiones e intenciones. La procesión va por dentro, dicen, pero siempre es mejor transitarla en compañía. La potencia del humanismo y lo colectivo se materializa, se moviliza, resiste. La comunión como bálsamo y aliento.
Con la Virgen y el Señor del Milagro en el centro de la escena, como meta de llegada, como destinatarios de una entrega de fe inconmensurable, siguen llegando los peregrinos que caminaron kilómetros y sortearon tempestades para cumplir sus palabras, sus promesas, sus devociones.
Llegan de todos lados: de ciudades, pueblos y parajes; de montañas y llanuras; de yungas y desiertos; de valles y punas.
Así lo relataba el maestro Ernesto Sábato: “Entramos en la plaza de Salta y nos mezclamos con la gente que ha caminado leguas con sus misachicos. Se los ve cansados, en su pobreza, en sus caras arrugadas, pero confiados siguen cantando con sus instrumentos de montaña. A su lado se renueva el candor. Milagro son ellos, milagro es que los hombres no renuncien a sus valores cuando el sueldo no les alcanza para dar de comer a su familia, milagro es que el amor permanezca y que todavía corran los ríos cuando hemos talado los árboles de la tierra”.
Qué diría Sábato sobre los que hablan de justicia social como aberración, esos que laceran la imagen del Papa Francisco por su compromiso con nuestros peregrinos.
Esos caminantes de rumbo firme que emprendieron su marcha hace semanas, desde los lugares más recónditos, se conmueven hasta las lágrimas por la proeza lograda.
Y ahí, en la explanada de nuestra Catedral, conmueven a todos con imágenes que hablan sin decir, que cuentan historias, que movilizan la fe y dan la vuelta al mundo.
Es que acaso no solo la guerra vale sangre, sudor y lágrimas. Para los peregrinos que le han puesto el cuerpo a la fe, al punto de exprimir sus músculos hasta el último aliento para llegar, esa entrega bien vale la templanza, la paz y la esperanza.
Feliz Milagro.
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