Cuando callan las voces, peligra la democracia
Las mujeres sabemos, por experiencia, lo que cuesta hacerse escuchar. Y por eso mismo, no podemos ni debemos quedarnos calladas cuando lo que está en juego es el derecho de toda una sociedad a estar informada. En un tiempo de transformaciones aceleradas y tensiones crecientes, el valor de la palabra y la responsabilidad de quien la ejerce —ya sea desde el periodismo o desde la política— adquieren una dimensión aún más crucial.
Los recientes dichos del presidente Javier Milei sobre el periodismo no son solo una muestra de intolerancia: son un mensaje peligroso sobre cómo se concibe el poder y a quién se le permite ejercer su voz. No se trata de un exabrupto aislado, sino de una práctica reiterada que pretende deslegitimar, atacar y silenciar a quienes piensan distinto. Y cuando ese señalamiento viene del lugar más alto del poder, deja de ser una opinión personal para transformarse en una advertencia institucional.
Como periodista, y como mujer que camina hace años el terreno de lo público, sé bien que ejercer la palabra con responsabilidad implica incomodar. Pero también sé que el periodismo no está para agradar ni para ser funcional, sino para controlar, preguntar, investigar y acompañar a la ciudadanía en su derecho a saber.
Los ataques al periodismo no son inocentes. Desacreditar a los medios, ridiculizar a quienes informan, sembrar dudas sobre la independencia de la prensa, no solo daña a quienes ejercen el oficio con integridad: debilita uno de los pilares centrales de la democracia. Porque sin periodismo libre no hay pluralidad. Y sin pluralidad, no hay libertad.
Nadie está exento de ser criticado, tampoco los medios. Pero criticar no es lo mismo que atacar. El poder debe tolerar el disenso, convivir con las preguntas incómodas, aceptar que hay miradas distintas. Eso es gobernar en democracia. Un presidente que se dice defensor de la libertad no puede comportarse como enemigo de la libertad de prensa. No puede dividir a los medios entre aliados y enemigos, ni promover un relato único que clausure el debate.
Desde la técnica, entendemos que el periodismo cumple una función esencial como contralor del poder. Desde lo humano, comprendemos que detrás de cada noticia, hay una vocación, un compromiso, y muchas veces, también un riesgo. Desde lo ético, debemos exigir una dirigencia que no use su voz para señalar, sino para construir. Que no calle ni acalle, sino que escuche.
Porque no se trata solo de una disputa entre el poder y los medios. Se trata de qué tipo de país queremos construir. Si uno donde se respeten las voces múltiples, o uno donde se imponga el silencio desde el miedo. Y como mujer, sé que el silencio forzado nunca es neutro. Siempre es una forma de violencia.
Hoy, más que nunca, necesitamos un periodismo serio, responsable, pero también valiente. Y necesitamos una dirigencia política que sepa que gobernar no es gritar más fuerte, sino conducir con sabiduría, con límites, y con respeto por las reglas del juego democrático.
Reivindiquemos la palabra libre. Cuidemos a quienes la ejercen con responsabilidad. Y recordemos que la democracia no se construye desde el insulto, sino desde el respeto. Porque cuando callan las voces, lo que se apaga no es solo una opinión: es la posibilidad de un país más justo, plural y verdaderamente libre.
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