Deportes01/10/2025

La pelea más salvaje de la historia cumple 50 años

Muhammad Ali y Joe Frazier fueron los protagonistas de una velada que paralizó al mundo.

Una versión del infierno entre tres sogas. Catorce rounds inclementes, agobiantes, descorazonadores. Una pelea salvaje, de las más brutales de la historia. Dos mitos frente a frente, dispuestos a morir sobre el ring. Buscaban mucho más que el cinturón de campeón del mundo. Pretendían, deseaban, arrancar el corazón de su rival

Hace 50 años, el 1 de octubre de 1975, Muhammad Ali y Joe Frazier se enfrentaban por tercera vez en una mañana calurosa, pegajosa, de Manila. Al salir del ring ninguno de los dos serían los mismos.

El título del mundo de los pesos pesados fue durante décadas el evento deportivo más importante de todos. Hasta la llegada de los grandes ídolos del fútbol, de Pelé en adelante, nadie era tan importante como el campeón del mundo de los pesados. Y mucho más si ese hombre era Muhammad Ali.

Pero en Manila, pese a estar el título en disputa, los dos, Ali y Frazier, peleaban por otra cosa: por el orgullo, para quedarse con el corazón del otro.

Antes de la pelea, mientras sufría el permanente bullying de Ali, Frazier declaró, sin el menor atisbo de humor, muy en serio: “No quiero noquearlo. Lo quiero lastimar. Mucho. Si tengo la posibilidad de rematarlo, voy a dar un paso atrás para que respire, para que siga sufriendo. Voy por su corazón”. Ali era mucho más elocuente e ingenioso que Frazier, pero nadie puede negar que Joe podía expresar con claridad el tamaño de su odio.

Era la tercera vez que se enfrentaban. Cada una de las peleas entre ellos es un clásico del boxeo, una de las mayores rivalidades de la historia del deporte. Pero esta tercera parte, la final, era una catedral del boxeo y del deporte en general.

En la primera, en 1971, había ganado Frazier por puntos provocándole a Ali la primera derrota de su carrera y manteniendo el título del mundo que había logrado mientras Ali estaba suspendido. La segunda había sido en enero del 74 en el Madison Square Garden. No había título en juego porque el campeón era George Foreman. Ganó Ali por puntos. La tercera sería la final. Muchos dólares en juego, un dictador echando mano al sportwashing (antes de que se lo llamara así), dos promotores voraces como Don King y Bob Arum, un título del mundo en juego (Ali lo había recuperado), la posibilidad de desempatar la rivalidad y el odio entre los dos boxeadores.

Frazier estaba lejos de su pico de rendimiento. Los años, las peleas intensas y en especial, los dos combates anteriores contra Ali le habían pasado factura. Muhammad Ali tampoco estaba en su cima; a los mismos motivos que los de su rival, podemos sumar el parate de tres años por negarse a alistarse para ir a Vietnam que lo había convertido en otro boxeador, muy resistente pero mucho más “golpeable”.

Ninguno de los dos necesitaba la pelea. Seguramente les venía bien el dinero que entre Bob Arum, Don King y Ferdinando Marcos (ponía los 5 millones de bolsa de Ali) garantizaban. Pero su legado no dependía del resultado. Los dos ya eran quienes después fueron. Dos leyendas. Una inigualable y el otro con el honor de haber sido su mejor y más exigente contrincante, además de todos los méritos que aquilataba por derecho propio.

Joe Frazier había obtenido el título del mundo en medio de la ausencia de Ali. Cuando lo venció en el primer enfrentamiento entre ellos creyó que, a partir de ese momento, nadie disputaría su legitimidad, que ya no podrían en tela de su juicio su reinado. Se equivocó: Ali seguía siendo Ali. Nunca dejaría de serlo. Era el deportista más importante, el hombre más famoso del mundo. El que transformó el deporte profesional moderno, el artista y el que lograba influir socialmente. Un fenómeno deportivo, popular, cultural y social.

Muhammad Ali, como siempre, calentó la previa. Con su lengua veloz y su carisma. Se divertía generando atención y tensión frente a los periodistas. A veces se excedía y llegaba al racismo. Uno de sus poemas sirvió para bautizar el enfrentamiento. A esta tercera pelea se la recuerda como Thrilla in Manila (Thriller en Manila, Suspenso en Manila)

It will be a killer

And a chiller

And a thrilla

When I get the gorilla

In Manila

Ali sacó un muñequito de goma del bolsillo. Era la miniatura de un gorila. “Así se ve Joe Frazier cuando le pegás un poco”, dijo y los periodistas se rieron con ganas.

Después siguió rimando de todas las maneras posibles Thrilla, Manila y Gorila. Y diciendo que Joe era tan feo que ni su madre lo quería y lo llamó, como en la segunda pelea, Tío Tom e ignorante (en la previa de la segunda pelea en una entrevista conjunta con Howard Cossell, Frazier perdió el control por los agravios de Ali -al que él llamaba Cassius Clay, su antiguo nombre- y casi se agarran a trompadas: más de una decena de personas se necesitó para separarlos).

Los días previos al combate no fueron serenos para Ali. Fue a una recepción oficial con los Marcos. A su lado estaba Verónica Porché, a la que presentó como su esposa. Las fotos y la conversación salieron en todos los diarios y noticieros televisivos del mundo. El pequeño detalle era que la mujer era la amante del boxeador. La verdadera esposa de Ali, Khalilah, viajó ese mismo día desde Estados Unidos para pedir explicaciones. Esa pelea, parece, fue tan peligrosa para la integridad del campeón del mundo como la que tuvo días después con Frazier.

El entrenador de Joe Frazier, Eddie Futch, que tendrá un papel decisivo en el desenlace de esta historia, se movió muy rápido para evitar situaciones que habían afectado a su pupilo en las anteriores peleas. En la segunda, Ali había tomado 133 veces de la nuca a Frazier y forzado de esa manera una cantidad enorme de clinchs, impidiéndole a Joe, seguir golpeándolo, bajando el ritmo de la pelea. Futch no aceptó que se repitiera el referí y el otro que fue propuesto era de Filadelfia, ciudad de Frazier, aunque el hombre tenía una gran relación con Ali. Futch le pidió al gobernador del estado que no le diera licencia al referí en su puesto público para que no pudiera viajar a Manila. El entrenador de Frazier hizo, todavía, un gran movimiento más. Le dijo a Ferdinand Marcos que el árbitro debía ser de su país, así había un filipino arriba del ring. El dictador y su chauvinismo compraron la idea de inmediato. El árbitro Carlos Padilla fue fundamental sacando a lo largo de toda la pelea la mano de Ali de la nuca de Frazier, lo hizo decenas de veces por round.

El horario de la pelea fue peculiar: 10.45 de la mañana. Para que pudiera verse en el prime time norteamericano. La televisión era un gran negocio y debían cumplir con sus exigencias, extender lo más posible su público. Y lo consiguieron. Por primera vez HBO transmitió un combate y además se dio por circuito cerrado. Se calcula que mil millones de personas lo vieron en todo el mundo.

El horario matutino arrastraba otros problemas además de la falta de costumbre. El metabolismo no se comportaba de manera similar y el calor sería agobiante. En el momento de la pelea, la temperatura sobre el ring llegó a ser de 50 grados.

Un estadio repleto en Quezon City, en las afueras de Manila. Hubo 26.000 personas vociferantes; la mayoría a favor del campeón del mundo.

La pelea empezó según lo previsto. Ali dominante, bailando, entrando y saliendo, aprovechando el ring extra large que había conseguido que instalaran. Frazier buscaba achicar la distancia, acercarse, pero no lo conseguía demasiado. Alí movía con belleza y velocidad sus piernas y golpeaba a la cabeza. Frazier se centraba en el cuerpo, quería empezar la demolición desde los cimientos, apagar al rival. Los primeros rounds fueron del campeón del mundo. Algunos creyeron que los pronósticos que indicaban que el apogeo de Frazier había pasado se cumplirían. Pero el viejo Joe no se rindió. Y, como un tren desbocado, con su cabeza pendulando para evitar ser golpeado, siguió avanzando. Alí se fue cansando e intentó la táctica que le había servido contra Foreman, el Rope a Dope, recostarse en las cuerdas y dejar que el rival descargara golpes para cansarlo. Pero lo único que consiguió es que Frazier le pegara a mansalva. Ali respondía cuando se abría una brecha.

Entre el quinto y el octavo round se pegaron salvajemente, sin tregua. Al salir al noveno round, Ali estaba exhausto y parecía no poder creer que después de todo lo que había pegado y lo que había recibido todavía faltara la mitad de la pelea. Solo había recorrido la mitad del camino infernal. Seguir adelante era un desafío para mentes muy fuertes. Y ambos las tenían.

El round 12 fue una masacre (fue elegido el mejor round del año). Parados uno frente al otro, se pegaron (y acertaron muchísimo) durante los tres minutos. Parecían sin fuerzas pero lograban sacar manos potentes, aunque las piernas no respondieran. Y así siguieron hasta el 14, en el que parecía que se iban a caer solos. Ali se quedaba quieto pero de pronto recuperaba un hilo de energía y golpeaba. Frazier, ciego, avanzaba como podía. Las miradas estaban vacías, la furia inicial se había ido. Era como si el alma hubiera dejado sus cuerpos. No era cansancio lo que había en esos ojos, era algo más profundo y terrorífico, estaban dejando de ser quienes habían sido. El instinto los hacía sacar las manos pero en esa experiencia extrema se iba fugando de a poco, como el aire de una pelota pinchada, parte de su existencia. Se estaba mutilando su humanidad en vivo y en directo.

Al terminar el round 14 los dos llegaron a su rincón como pudieron. Se desplomaron en el banquito. Ali le pidió a su entrenador Angelo Dundee que cortara las cintas que sujetaban los guantes, que se los sacara. Hasta ahí había llegado. No podía más. Había sobrepasado largamente su límite, y posiblemente el de cualquier ser humano. El trabajo en el rincón era frenético. Angelo Dundee no le hizo caso (como en la primera pelea contra Sonny Liston, en la que el todavía Cassius Clay, por el ardor en sus ojos y por no poder ver, le pidió lo mismo y Dundee también lo ignoró), ni siquiera respondió y siguió dando indicaciones. Le recordó que quedaban nada más que tres minutos. Le pidió -le ordenó- que se pusiera de pie. Cada tanto Dundee giraba y miraba el rincón rival. Viejo zorro: ya lo había hecho en el descanso anterior. Intuía lo que se fraguaba en la esquina de Joe Frazier.

Eddie Futch le dijo a Frazier que iba a parar la pelea. “No lo hagas, no me hagas esto”, le pidió su pupilo con los dos ojos casi cerrados por la hinchazón de los párpados. “Hace dos rounds que no ves nada, estás ciego”, respondió Futch. Frazier le pidió una última oportunidad: “Dejame ir por él”. El entrenador acarició su mejilla: “Ya está, hijo. Ya está. Nadie va a olvidar lo que hiciste esta noche arriba del ring”. Y giró y cruzando sus brazos sobre la cabeza le avisó al referí que todo había terminado.

Alí ya se había parado y se sostenía tomado de las sogas. Dundee fue el primero que entendió lo que pasaba y festejó. La gente se arremolinó alrededor de Ali que de pronto se desmayó, se desplomó sobre la lona. Lo asistieron y atendió, minutos después, las preguntas del periodismo sentado en el banquito.

“Esta fue la experiencia más cercana a la muerte que he conocido”, dicen que dijo Ali. Pero muchas veces la muerte no es tan dolorosa.

Ferdie Pacheco, el médico que acompañó a Ali durante años, dijo: “Estuvimos cerca de una tragedia”. Ver los catorce rounds (la pelea completa está en YouTube) por momentos se vuelve una experiencia insoportable. Se pegan con furia. Los golpes entran plenos, olvidan sus guardias, no se protegen, y en el momento en que parece que las fuerzas los abandonan por completo, otra vez una ráfaga de ganchos y directos que hacen cimbrear las cabezas. Plaff. Plaff. Plaff. El ruido sordo del guante de ocho onzas sobre la carne.

El Ali campeón de los sesenta, el de antes de la suspensión, era intocable. Un bailarín, con los pies más rápidos de la historia; un artista de la precisión y la velocidad, un mago del escape mientras pegaba con contundencia y justeza. Dicen las estadísticas que Cleveland Williams solo lo impactó tres veces, por ejemplo. El Ali de Manila recibió 440 golpes esa mañana. Frazier otros tantos. Y eran golpes de dos de los hombres que más fuerte y mejor han pegado en la historia.

A la presión, a los golpes (de esa pelea y a los recibidos a lo largo de al menos quince años), al cansancio y hay que agregarle el calor infernal de ya casi ese mediodía en Filipinas. El estadio no tenía refrigeración y algunos espectadores se descompusieron por las altas temperaturas mientras esos dos hombres seguían pegándose sin piedad sobre el ring. Muchos años después, un médico le dijo a Ali que pudo haber muerto de un ataque al corazón en medio de la pelea.

La pelea terminó con las carreras de ambos. Frazier no volvió a ganar una (se enfrentó en una revancha con Foreman en la que recibió una paliza) y Ali peleó diez veces más, pero ya no era el mismo. La velocidad, la gracia, los reflejos los había dejado en Manila. Solo conservaba ese estoicismo único para recibir golpes y seguir de pie. Es más: en algunas de las últimas peleas, retrospectivamente, se pueden ver síntomas del Parkinson que luego lo colonizó.

Ese día brutal de hace cincuenta años ganó Muhammad Ali por knock out técnico. Ese día los dos boxeadores ganaron. Ese día los dos boxeadores perdieron mucho.

Nadie sale entero del infierno.

Con información de TN

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