Entre unicornios y realidades: el desafío argentino en la era del conocimiento
La Argentina se encuentra una vez más en una encrucijada histórica. No por una crisis económica —aunque las hay—, ni por una disputa de poder —aunque también existen—, sino por algo más profundo: su lugar en el nuevo mapa global de la revolución tecnológica.
Mientras el mundo redefine su futuro a través de la inteligencia artificial, la biotecnología, la robótica y la computación cuántica, nuestro país sigue atrapado en discusiones preinternet y políticas del siglo pasado. Y, sin embargo, aún tiene una oportunidad.
La reciente gira del presidente Javier Milei por Silicon Valley lo ubicó, al menos en la superficie, cerca de los grandes arquitectos del futuro: Elon Musk, Sam Altman, Mark Zuckerberg. Su discurso de apertura a las tecnologías disruptivas y su intento por vender a la Argentina como polo de desarrollo de la inteligencia artificial tiene un costado estratégico relevante. Pero el interrogante que se impone es: ¿está el Estado argentino, más allá de sus figuras, preparado para impulsar una verdadera transformación basada en el conocimiento?
Lo que está en juego es mucho más que una visita protocolar o una foto con CEOs de renombre. Es decidir si el país quiere seguir formando parte del grupo de naciones que producen conocimiento o resignarse a ser una periferia que lo consume. El mundo no espera: ya hay una división real entre quienes lideran la revolución tecnológica y quienes aún piensan en términos de máquinas de escribir, reparto manual de alimentos y estructuras laborales que desaparecerán en la próxima década.
La pregunta no es solo tecnológica. Es política. Es cultural. ¿Qué rol tendrá la educación pública en este proceso? ¿Qué valor asignamos hoy a la ciencia, a la investigación, a las universidades? ¿Qué tan en serio nos tomamos el conocimiento como motor de desarrollo? Silicon Valley, como bien recuerdan Duran Barba y Temes, se construyó sobre una base sólida de articulación entre Estado, universidad y empresa privada. Berkeley, Stanford, el MIT en EE.UU., y Shenzhen en China, no son milagros del mercado ni decisiones unilaterales de CEOs visionarios: son políticas de largo plazo que supieron conectar talento con estrategia.
En Argentina tenemos talento. La producción de unicornios tecnológicos lo demuestra. Hay programadores, científicos, investigadores, tecnólogos que hacen maravillas con presupuestos mínimos. Lo que falta es una visión política coherente, sostenida y alejada del cortoplacismo electoral. ¿Puede haber una política de ciencia y tecnología seria cuando quien preside la Comisión de Ciencia en el Congreso es alguien que niega teorías científicas básicas? ¿Puede haber un futuro inclusivo en la era de la IA si los recortes presupuestarios arrasan con el CONICET, las universidades o las becas de investigación?
No se trata de crear mercados paralelos desde el Estado ni de sustituir empresas exitosas con burocracias ineficientes. Tampoco de abandonar toda intervención y suponer que la “mano invisible” resolverá los problemas estructurales de conectividad, alfabetización digital y reconversión laboral. Se trata de comprender que sin Estado inteligente, sin educación fuerte, sin instituciones que sostengan el conocimiento como política pública, no hay revolución posible.
Las voces más influyentes del pensamiento contemporáneo coinciden en algo fundamental: el cambio ya no es lineal, es exponencial. La mayoría de los trabajos actuales desaparecerá en los próximos años. Los niños que hoy comienzan la escuela se enfrentarán a un mundo laboral radicalmente diferente. Y sin embargo, en la Argentina, todavía hay adultos que legislan mirando el retrovisor.”
El mayor desafío de la dirigencia argentina no es tomarse una foto con un emprendedor de Silicon Valley. Es lograr que un chico en Salta, en Misiones o en el conurbano bonaerense tenga acceso a una educación que lo prepare para ese mundo. Que entienda qué es una red neuronal, cómo se entrena un algoritmo, qué implica la ética en la biotecnología o por qué los datos valen más que el petróleo.
En este contexto, el Estado no debe ser enemigo ni salvador: debe ser facilitador. Debe asegurar conectividad, fomentar la educación STEAM, impulsar la inversión en innovación, coordinar con el sector privado y garantizar que nadie quede atrás. Porque si la tecnología va a transformar la vida, esa transformación tiene que ser para todos, no solo para quienes puedan pagarla.
Argentina aún tiene una oportunidad. Pero la ventana se está cerrando. La revolución del conocimiento no espera a nadie. Y si seguimos discutiendo con categorías del pasado, vamos a encontrarnos, una vez más, afuera del futuro.
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